Historia

Al Mutamid, el rey poeta del Al-Andalus I

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Todos ya sabemos que la caída del Califato de Córdoba marca el inicio del fin del mundo islámico en Hispania, el fin de Al Andalus. El saqueo de su capital, poco después del férreo gobierno de Almanzor, fue también el fin de una bella, armónica y tensa relación entre judíos, cristianos y musulmanes, como nunca más se consiguió en la Historia. Esta Ciudad, en ruinas, comparada con su esplendor de otrora (veinte años antes) fue llorada por los versos nostálgicos de Ibn Hazm en “El Collar de la Paloma”, tratado de amor escrito en lo más ardiente de su juventud. La desolación de la Ciudad Flor, Medina Azahara, a pocos kilómetros de la ciudad de Córdoba, fue asimismo un tema recurrente en la literatura árabe de aquel siglo, como las ruinas de Roma lo habían sido varios siglos antes. Es clásica y conocida la historia de Ibn Arabí, dialogando con un pájaro en que éste se lamentaba, entre las ruinas de Medina Azahara: el sabio le preguntó por qué su piar lloroso, y el ave respondió que “por un tiempo que pasó y ya no volverá”. Este hito, la caída de Córdoba, el fin de los omeyas da inicio al periodo inestable de los llamados “reinos taifas”, de poco más de sesenta años de duración, en que cada provincia, o simplemente ciudad o aún castillo se fortifican contra sus enemigos: no solo los cristianos ahora, sino todos sus vecinos, pues en el reloj de la historia habían sonado las campanadas de la fragilidad y la desolación, de la guerra progresiva contra todos, propiciando así la llegada de la barbarie y el fanatismo, de la mano de los almorávides primero, y los almohades después, anhelando hacer beber a todos los andalusíes del cáliz amargo y envenenado de su mesianismo, pues no todos los que dicen que hablan en el nombre de Dios son profetas.

Aunque se perdió el fuerte imán político (emirato) y religioso (califato) que aglutinaba toda la Hispania Musulmana, los diferentes reinos establecieron variables juegos de alianzas, buscando protección en el equilibrio de poderes. De alianzas y de conquistas (a expensas de los reinos islámicos vecinos) para acrecentar sus territorios, vasallaje e influencias. De todos modos, así como hasta la época de Almanzor ( 938-1002 d.C. ) todos los reyes cristianos fueron tributarios de los omeyas, tras la caída de estos, el péndulo se movió hacia el lado contrario, y los reinos islámicos se convirtieron en vasallos, comprando con tributos su seguridad a los reinos cristianos, especialmente a la fuerte Castilla. Hasta el punto que el mismo Alfonso VI, el Bravo, se proclamó a sí mismo, aunque sin éxito, rey de cristianos y musulmanes, después de conquistar Toledo, uno de los bastiones más fuertes del Islam en Hispania. ¿Qué resistencia podían ofrecer al cristianismo, cada vez más pujante y poderoso, los hasta 39 estados o reinos taifas en que se dividió el califato omeya extinto; bandos o facciones (es lo que significa precisamente, “taifas”) enfrentados entre sí incapacitados de hacer un frente común contra el entonces enemigo de todos ellos. Ciertamente 1031, veinte años después de la muerte del último de los califas omeyas, Hishâm II, anuncia el principio del fin del islamismo en la Península Ibérica: los Reyes Católicos, con la entrega de las llaves de la ciudad y el reino de Granada en 1492 coronaría el largo proceso de la Reconquista, con mareas de avances y retrocesos según el avance de los almorávides, primero y los almohades, más tarde.

Es difícil referirnos a las causas esotéricas, espirituales de la caída del Islam en Occidente, con la caída de los príncipes omeyas; pero el profesor e islamista Adalberto Alves nos dice, muy acertadamente, que: Entre las razones de la caída del Califato de Córdoba, deberemos destacar, además de la heterogeneidad del tejido social, ya mencionada, la disolución de la ortodoxia religiosa y la hipertrofia centralizadora de la capital: ésta ya no era capaz de responder a las necesidades de una capacidad efectiva de control administrativo y militar de todo el territorio andalusí a finales del siglo X (…) el califato colapsó por implosión, provocada en buena parte por los “nacionalismos” o partidismos árabes, bereberes y eslavos, desde el momento en que el “cemento aglutinador” del Islam fue insuficiente para contrariar la degradación política y las tendencias de secesión.

Es en este periodo de reinos taifas, y durante la invasión de los almorávides, donde debemos situar la vida y acción de al-Mu’tamid y sus antecesores. Su bisabuelo fue juez (qâdi) durante el gobierno de Almanzor, su abuelo Abû al-Qasim (1023-1042), asumió este mismo cargo y con la excusa de salvaguardar la autoridad de un califa que ya era apenas un títere, Hishâm II, se convirtió él mismo en rey de una nueva y poderosa dinastía, la abadida que se extendería precisamente hasta el reinado de su nieto, al-Mu’tamid quien sucumbió ante el empuje furioso de los almorávides (y que da fin al primer periodo de los reinos taifas). El padre de nuestro rey poeta fue al-Mu’tatid (1042-1069), un guerrero implacable de corazón de león y sensibilidad de poeta, poeta él mismo como poetas fueron sus dos antepasados (su padre, el ya mencionado Abû al Qâsim era un culto gobernante y un enamorado de las flores, a las que dedicó versos de una gran belleza). Este rey o emir combatió y se apoderó de Carmona, de Arcos, Jerez, Niebla, Morón, Mértola, Silves, Serpa, Huelva, Ronda y Faro, transformando Sevilla en capital del reino taifa más poderoso y extenso de al- Andalus[1]. Este ardor guerrero y mente maquiavélica (o sea, mente de “ajedrecista”) no le impedían, cuando era necesario, cuidar sus jardines de embellecidas rosas, celebrar con versos las flores del mismo, ornado con las cabezas embalsamadas o calaveras de sus enemigos vencidos:

Veo en los frescos jazmines

Estrellas llegadas del cielo,

Sus flancos de rubí parecen

Besos en la faz de una virgen.

 

Estro y lirismo poético que no menguaron su fortaleza: Cuando su hijo primogénito fracasó en la conquista de Córdoba y después se rebeló contra su rey y padre, éste no dudó en ejecutarle, cumpliendo así la ley que ejercía con el más humilde de sus soldados o servidores. Este acto de voluntad y justicia arrolladora convirtieron a al-Mu’tamid en sucesor y por tanto heredero del trono.

Este rey conquistador, al-Mu`tatid, reunió en su corte a una élite de poetas, literatos y sabios, y tal ambiente de cultura debió ser el que rodeó a al-Mu’tamid de joven, debiendo ser educado por las mentes más esclarecidas de su tiempo en Sevilla, en letras, política, diplomacia[2] y también en las artes de guerra, pues nuestro rey poeta fue siempre un perfecto caballero, no sólo en la paz, sino también en la guerra y aún en el exilio, y la pobreza, como luego veremos.

Al-Mu’tamid nació en Beja, ciudad de Portugal que mantiene este mismo nombre de antaño, en el mes de diciembre de 1040, y como parecía no estar destinado al trono (por no ser, como vimos, el primogénito) su infancia debió transcurrir calma en esta calma ciudad. Aunque la raíz paterna y sus antepasados son de la tribu árabe Lakhm, de origen yemenita, Adalberto Alves nos dice que su madre debió ser una bereber de esta ciudad Beja, personaje del que no nos ha quedado ninguna mención ni referencia.

Su padre, exigente y con mano de hierro para los asuntos de Estado le nombró a los 11 años gobernador de Huelva y a los 13 le ordenó sitiar y conquistar la ciudad de Silves, ciudad de la que se convertiría en señor y en la que viviría durante su juventud, ciudad también en la que estrechó lazos con su eterno amigo, el también poeta Ibn Ammar, curioso genio y de carácter turbulento, que originó grandes problemas a nuestro rey poeta.

Uno de los primeros escritos que de él, de nuestro rey poeta, se conocen, está dedicado a un escudo de oro y plata y fondo azul que su padre le habría dicho que describiese en versos:

Ved este escudo: sus autores[3]

Fueron al cielo a por inspiración

Para que no fuera de las lanzas penetrado:

En él esculpieron a las Pléyades,

Las estrellas que auguran la victoria.

Cerco le dieron de oro puro,

La luz de la mañana que viste el horizonte.

 

Recordemos a H.P. Blavatsky y su Doctrina Secreta, cuando nos dice que desde ellas o a través de ellas nos llega el Gran Movimiento, sin llegar a especificar a qué se refiere con este Gran Movimiento. Lo que es claro es la belleza de tales estrellas en la noche, y que todas las antiguas civilizaciones le dieron un valor religioso especial. Los mismos africanos chokwe las representan como la figura más relevante en sus tablas de Iniciación en madera.

Cuando su padre, el rey de corazón leonino le manda que conquiste Málaga, así obedece al-Mu’tamid, pero tras tomar el poblado, no lo hizo con la ciudadela, celebrando antes de tiempo la victoria. Sus enemigos consiguen hacerse con refuerzos y obligan a sus tropas a retroceder. A diferencia de su hermano, el que orgulloso ante la reprensión paterna, se alzó contra él en armas; éste pide humildemente perdón al padre y apela a la compasión de su noble carácter. Conservamos una carta poema que envió el joven al-Mu’tamid, fuerte, bello y delicado elogio a su padre y rey, y que Adalberto Alves dice que es en ella donde presenta la disculpa por el error cometido. Aunque es difícil separar cuándo se habla a sí mismo y cuando se dirige al padre y rey:

 

Sosiega tu corazón, no te entregues a tus cuitas

¿Por qué estar triste y absorto?

Controla los párpados y no cedas a las lágrimas,

¡Sé paciente como sueles ser en la adversidad!

Si el Destino lo mudó todo,

Cúmplase la Voluntad de Alá!

Si sólo hoy has conocido la derrota

¡cuántas veces has peleado con valor!

¡Si pecaste una vez en medio de la confusión

tu disculpa será como una luna

que brilla en medio de la turbación!

¡Cuántos supiros te brotarán del corazón

y cuántas lágrimas por fuerza del Destino!

Afírmate en Allâh si te apresa el temor

Y confía en tu padre, él te perdonará.

Que la mala suerte no te asuste

incluso aunque los malos tiempos se muestren:

si Allâh desampara, Sus protegidos vencerán.

Sé paciente, como es el timbre de tu gente

Cuando los fracasos la fatigan: ¡persevera!

¿Quién se asemeja a la tribu?

¿Y quién al héroe, tu padre,

Ornado de orgullo y de nobleza?

Es un guerrero generoso, excelente en las dádivas

Y además se disculpa diciendo que son escasas.

Besan sus manos todos los tiranos:

Si no distribuyera dádivas como lo hace el rocío

Se diría que era la piedra negra de la Kaaba.

¡Oh león, que matas a tus enemigos con furia terrible,

No me destroces: soy tus propios colmillos, tus garras!

¡Oh caballero, cuyo ataque temen los valientes,

Perdona a éste, tu esclavo que es tu espada cortante!

No la envaines hasta alcanzar tus fines.

Por mis flaquezas, que conoces, heme en la desgracia:

Ellas turbaran la fuente de mis ojos,

Arrebataron el sosiego a mi alma, llenaron de lágrimas mis ojos,

Velaron mi voz, y marchitaron mi mirada.

Mi rostro empalideció aunque mi cuerpo está sano,

Mis cabellos encanecieron, y aún no estoy viejo.

Siento que estoy muerto, pero guardo un resto de vida

Sólo porque sé que sabes y puedes perdonar.

Tu esclavo no hizo una falta que deba ser censurada

Y, sin embargo, te pide clemencia.

Pecado es, sí, el de algunos falsos, que se apropian de tus favores:

Su consejo es hipócrita y odio su amor.

Sólo sirven para tramar insidias.

Si hablan, hay rencor en cuanto dicen

Si miran fijamente, hay despecho en sus miradas, como dardos.

Si un soplo abraza el corazón, cuando hablan,

Es el de la chispa de fuego del rencor.

¡Mi señor! Por la sed terrible de un esclavo

-y en tus manos hay agua dulce y fresca-

Atiende a un corazón afligido

Con las pupilas rendidas a la aflicción.

Mi presente es puro tedio

Olvidé copa y laúd.

Ni la seducción ni la timidez virginal alientan en mí.

Y no presumo de la hermosura de los ojos que me miran fijamente.

Sólo tu favor es sosiego para mi alma

-¡no me lo retires nunca!-

Soy espada doblada ante el destino.

El vino me conforta y cuando no lo bebo

Las cuitas devoran mis entrañas.

Es cierto, hay algo que aún me da sosiego:

Traspasar, decapitar a mis enemigos, luchando.

No he renunciado al vino por moderación

Ni –¡por mi vida! –teniendo en mira la santidad:

Es que aún no me abandonó la mocedad.

Vivo sólo esperando tu favor.

Si fallo, que la vida no perdure más en mí.

Salvo el tiempo en que te di satisfacción

Ningún otro día me trajo alegría.

En cuantas lides valerosas enfrenté al enemigo,

Tan brillantes, que desaparecería la noche,

Pero no lo haría tu fama.

Llegó entonces el alba pálida para dispersarlas

Pues en esos horizontes sólo las noches eran oscuras.

Que te acompañe siempre esta gran y noble fuerza

A la cual ni las fantasías ni los ojos se aproximan.

Resérvame un lugar en tu afecto

Pues él es el refugio de la bondad.

Acepta este jardín de mis pensamientos

Y que, en vez de la lluvia o del rocío,

Antes lo riegue tu generosa mano derecha.

En este jardín hay una planta: el recuerdo de ti,

Que en cada estación para el jardinero florece.

 

Si su vida externa esta inexorablemente marcada por sus deberes de gobernante (primero de la ciudad de Silves y después del imperio abadida legado por su padre, y siendo Sevilla su capital), en su interna hay dos focos importantes de referencia. Su amigo y preceptor en su primera juventud, Ibn ‘Ammâr y su amada y esposa ‘Itimad. Cuenta la tradición que hallándose al-Mu’tamid a la orilla del río Guadalquivir[4] , y rizando las brisas sus aguas, inició el siguiente verso “el viento teje lorigas en las aguas”. Nada más terminar de decirlo, antes que ninguno de sus compañeros pudiera terminar el poema, lo hizo una voz y una joven bellísima surgida de entre la maleza, diciendo “si se helaran serían corazas”. Impresionado con su hermosura e inteligencia, a pesar de su origen extremamente humilde, decidió casarse con ella. Era Itimad, y se convertiría a partir de ese momento en su compañera inseparable. En el capítulo 30 del libro El Conde Lucanor, escrito en torno al año 1330, se narran dos historias sobre la relación entre el rey e Itimad, como ejemplo moral de que nada puede satisfacer al ingrato, pues siempre va a querer más sin recordar y ni siquiera reconocer los beneficios recibidos. En una de ellas, Itimad en el palacio y rodeada de las más excelsas riquezas, al ver a los campesinos pisar el barro en un sucio lodazal para hacer ladrillos de adobe, sintió nostalgia de cuando ella, de niña, hacía lo mismo y lloró al recordarlo, pues ya el protocolo y las convenciones se lo impedían. Al-Mu’tamid hizo traer grandes cantidades de ámbar y almizcle, y que las mezclasen con canela, azúcar y agua de rosas, y fue este “barro” el que su amada pudo pisar alegremente, jugando con sus hijas y amigas. La segunda historia es la que se ha atribuido tradicionalmente a Abderrahmán III y que el escritor Antonio Gala recrease en su prosa tan poética. Un día Itimad derrama lágrimas porque unos copos de nieve bendicen las tierras de Córdoba por las que ambos pasaban, y suspira ya que, donde viven nunca ve los campos nevados como antaño. Nuestro rey poeta hace sembrar de almendros todas las laderas de Córdoba para que, en la estación del Amor su amada pueda sonreír al ver todos los campos blancos, “nevados” para ella. El profesor Adalberto Alves dice incluso que el nombre del rey poeta era al-Zâfir y asumió, precisamente el de al-Mu’tamid (nombre que significa, “aquel que se apoya en Dios) porque constituía un anagrama del nombre de su amada, Itimad. Es famoso el poema acróstico que compuso en homenaje a su amada, y que en la versión de Adalberto Alves[5] dice:

 

Invisible a mis ojos, te traigo siempre en el corazón

Te envío un adiós hecho de pasión, y lágrimas de pena e insomnio.

Inventaste como poseerme, y yo, el indomable, ¡sumiso voy quedando!

Mi deseo es siempre estar junto a ti, y ¡quiera Dios que tal voluntad se cumpla!

Asegúrame que el juramento que nos une, nunca la distancia quebrará

Dulce nombre es tu nombre y que escrito dejo en el poema: “Itimad”

 

Con respecto al otro personaje de tan gran y difícil amistad, a quien los cristianos llamaron Abenamar, no sabemos qué sucede, pero en el año 1058 (o sea, al-Mu’tamid tenía 18) el rey llama a su hijo a la corte, a Sevilla y expulsa del reino de los abadidas al poeta, quien comienza de nuevo su vida de poeta vagabundo al servicio de quien le pagase. Once años después, cuando su padre muere, al-Mu’tamid accede al trono y lo primero que hace, como gobernante, es llamar de nuevo a su lado a Ibn ‘Ammar, quien se hallaba en aquel entonces en Zaragoza, y nombrarle gobernador de Silves, y poco después gran visir (primer ministro) del reino de Sevilla, el mayor de los reinos taifas del momento.

 

(sigue en parte II)

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[1] Seguimos muy de cerca en este párrafo, y en general, en todo el artículo, la obra excelente del ya mencionado, profesor Adalberto Alves (1939) Al-Mut’amid, poeta del destino, la primera edición en 1996 por la editorial Assírio-Alvim

[2] Nos dice Adalberto Alves en su biografía del rey poeta, que el tratado por excelencia en esta arte, la diplomacia, en aquella época era el Libro de la Corona, Kitab al-Taj.

[3] Todos los poemas de al-Mu’tamid que aparecen en este artículo son traducciones de la versión portuguesa del profesor e islamista de Adalberto Alves.

[4] Esto es lo que dice la leyenda, el profesor Adalberto Alves es de la opinión de que el río era en verdad el río Arade, pues la escena estaría localizada en Silves y no en Sevilla.

[5] Desconozco de quien es la traducción al español que he encontrado en Internet de este poema y repetida una y otra vez, y por desgracia, con grandes desemejanzas con las del profesor Adalberto. Dice así:

“ Invisible a mis ojos, siempre estás presente en mi corazón.
Tu felicidad sea infinita, como mis cuidados, mis lágrimas y mis insomnios.
Impaciente al yugo, si otras mujeres tratan de imponérmelo, me someto con docilidad a tus deseos más insignificantes.
Mi anhelo, en cada momento, es tenerte a mi lado: ¡Ojalá pueda conseguirlo pronto!.
Amiga de mi corazón, piensa en mí y no me olvides aunque mi ausencia sea larga.
Dulce es tu nombre. Acabo de escribirle, acabo de trazar estas amadas letras: ITIMAD”

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