En cierto pasaje Ayesha ofrece a Holly, el filósofo, la oportunidad también de hacerse inmortal, de vencer el aguijón y el olvido de la muerte; y él apavorado lo rechaza. Estupendo el diálogo, y disculpe el lector del artículo si repito algunas palabras ya mencionadas antes. Hay veladas alusiones al significado real y profundo de la Iniciación en que el alma, según enseñan los sabios, se baña en el fuego de su propia eternidad, que si no es física y corporal, como en este libro, si lo es de conciencia no interrumpida ya:
-Sobre ti, también, ¡oh, Holly! conferiré esa bendición, y así serás, en verdad, un árbol siempre vivo, y esto lo haré porque… porque así lo deseo, que tú me has gustado, y no eres tonto del todo, como la mayoría de los hijos de los hombres y que tu filosofía aunque tan llena de necedades como las de los antiguos tiempos, no te ha impedido hacer lindas frases a propósito de unos ojos de mujer.
-¡Hola! viejo amigo -me dijo Leo, en voz baja volviendo a su natural temperamento alegre; –¡con que también le hiciste la corte! No lo habría pensado nunca de ti.
-¡Gracias, te doy, oh, Ayesha! -repliqué con toda la dignidad que a mi alcance estaba; -¡gracias!.. Mas, si tal lugar existe como el que dices y si en ese lugar arcano se encuentra una ígnea virtud que puede rechazar a la muerte cuando venga a tomarnos por la mano, yo, sin embargo, no la deseo.
-No, Holly, no; allí sólo se encuentra el amor; el amor que las cosas todas embellece y que inspira la divinidad hasta en el propio polvo que hollamos. Con amor, la vida pasa gloriosa por los años de los años como pasa el son de alguna gran armonía que suspende el corazón de quien la escucha, con aquilinas alas por cima de la vil locura y vergüenza de la tierra
-Así será -repliqué… -Mas, si el objeto amado se torna en una vara quebrada que nos traspasa; o si lo amado es en vano amado… ¿qué aguardar, entonces? ¿Habrá de grabar un hombre su dolor sobre la piedra cuando mejor fuera que lo escribiese sobre el agua pasajera?.. ¡No, oh, Hiya! Prefiero vivir mis días solamente, envejecer con mi generación, morir cuando mi hora suene, y ser olvidado presto! Porque yo espero gozar después de una inmortalidad mayor que la que conferirme puedas, que no es más luenga que el dedo comparado al ámbito del mundo, y escucha, esa inmortalidad a que yo aspiro, y que mi fe me promete, ¡libre será de los lazos que ahora atan mi espíritu a este suelo!… puesto que mientras dura la carne, dura también el dolor y el mal, y será herida por los escorpiones del pecado; mas cuando ella cae, entonces surge el espíritu vestido del esplendor del bien eterno, respirando, por propia atmósfera tan raro éter de nobilísimas ideas, que la más sublime aspiración de nuestra humanidad, el más puro incienso de la plegaria de una virgen no podrían flotar en él por ser demasiado terrenales cuerpos.
-Arrogante estás -contestóme Ayesha riendo; -y tus palabras suenan como toques de clarín seguro de sí mismo. Paréceme aún que acabas de mentar «lo desconocido» que nos encubren obscurísimos velos. Quizá los contemples con los ojos de tu fe, y te deslumbre su resplandor a través del cristal del color de tu imaginación. ¡Peregrinas figuras hacen los hombres de lo venidero, con ese pincel de la fe y con esos colores de la fantasía! Tan peregrinas, que no hay dos nunca que se parezcan… Podría probártelo; mas ¿para qué? ¿para qué quitarle a un loco los juguetes que le encantan?.. Mas, cuando pase tu ceguera ¡oh, Holly! y que sientas lentamente cómo la vejez te va helando y la senil confusión perturbándote el cerebro, ojalá qua no lamentes amargamente el desprecio que has hecho de la bendición inefable que darte he querido… ¡Así siempre ha sido! No se conforma jamás el hombre con lo que está al alcance de su mano. Si tiene junto a sí una lámpara para alumbrarle en las tinieblas quiébrala porque no es una estrella La felicidad se agita a un paso delante de sus ojos, como los fuegos fatuos del pantano, y se empeña en agarrar el fuego, en sujetar la estrella. La belleza no le importa porque cree que hay labios más dulces aún, y nada tampoco cuida de la riqueza porque piensa en que otros poseen más siclos; ni de la fama porque se acuerda que hubo otros más famosos aún. Tú mismo lo has dicho, ¡oh, Holly! y te vuelvo contra ti tus propias palabras… Bien tú piensas que prenderás la estrella; pues yo no lo creo, y te tengo por tonto, ya que tiras la lámpara”

De camino a la gruta en que arde como un pilar de fuego inextinguible el Espíritu de la Vida –y que se insinúa que proviene como un fuego eléctrico, del núcleo de hierro de la Tierra- tienen que atravesar en el gigantesco cráter de un volcán extinto, las ruinas de Kor. Allí se encuentran una representación divinizada de la Verdad misma, señora del mundo, señora del tiempo:
“-Pues os traje -continuó Ayesha -para que contempléis la más admirable vista que pueden recibir humanos ojos: la luna llena alumbrando las ruinas de Kor. Cuando hayáis acabado vuestra colación… y ojalá, Kalikrates que no comieras nada más que frutas, pero ya lo harás en adelante, después de purificado por el fuego, que yo también en un tiempo devoraba la carne como una bestia… Cuando hayáis concluido, os enseñaré este gran templo y os mostraré el dios que en él se adoraba un día.
Al oírla por supuesto, que nos levantamos de súbito. Salimos afuera todos. Y aquí la pluma es impotente en mis manos. Fastidioso fuera que, aunque pudiese hiciera constar aquí las dimensiones y detalles de los diversos patios, y no sé, sin embargo, de qué modo describiré lo que vi; tan magnífico era aunque arruinado, o incapaz de concebirse. Los grandes patios o hileras de gigantescas columnas, algunas esculpidas, desde el plinto al chapitel, los recintos vacíos, hablaban más elocuentemente a la imaginación, que si estuvieran colmados de muebles y de pueblo. Y por cima de todo, cerníase el silencio de la muerte, el sentimiento de la soledad más absoluta y el espíritu incubador del tiempo pasado… ¡Cuán hermoso era aquello, y cuán desolado, empero! No nos atrevíamos a hablar. La misma Ayesha estaba abrumada en la presencia de una antigüedad ante la cual la suya nada era; sólo murmurábamos, y nuestros murmullos corrían por las columnatas hasta perderse en el sosegadísimo ambiente. Brillante caía la luz de la luna sobre las pilastras, y los patios, y los hendidos muros, ocultando todas las manchas y grietas con sus fulgentes reflejos y revistiendo en veneranda majestad con los peculiares encantos de la noche. Asombroso, en verdad, era contemplar el sagrario de Kor en ruinas, alumbrado por la Luna. Asombroso, en verdad, era pensar en los miles de años que así se habrían estado contemplando mutuamente el astro, cadáver del Cielo, y la ciudad muerta de la tierra; contándose en la absoluta soledad del espacio las historias de sus existencias perdidas y de sus glorias olvidadas. Caía en paz la luz fantástica y poco a poco, las sombras se movían por los herbosos patios, cual si fueran los espíritus de los antiguos sacerdotes que se deslizaban en los recintos donde antes celebraban sus ritos; caía la luz fantástica y creciendo fueron las sombras, hasta que la belleza solemne de la escena pareció penetrarnos el alma misma con el concepto mudo, sin atenuación, de la muerte, clamando en ella con más estridente son que el de cien trompetas juntas, que el sepulcro es una sima, sima que devora todas las pompas, todas las famas y hasta sus mismas memorias…
-Vamos ahora -dijo Ayesha después que hubimos estado mirando en éxtasis la escena qué sé yo cuanto tiempo; -vamos ahora, que he de mostrares la Flor de Piedra de la Hermosura y la mismísima Corona del Asombro, si es que aún se mantienen aquí, burlando al tiempo con su belleza para colmar el corazón humano del ansia de saber lo que está detrás del velo de los misterios. Y sin esperar nuestra respuesta guiónos a través de dos patios más, hacia el más céntrico del antiquísimo sagrario. Y, allí, en el medio de aquel espacio, que tendría unos cincuenta pies cuadrados, o poco más nos hallamos frente a frente con lo que creo que es quizá la obra de arte alegórica más grandiosa que el genio de sus hijos ha dado al mundo. Exactamente en el centro del patio, colocada sobre un zócalo cuadrado de piedra estaba una enorme bola de roca negra de cuarenta pies de diámetro, y sobre la bola alzábase una colosal figura tan encantadora y divina que al verla yo, iluminada cual se hallaba por la suave luz de la luna quedéme sin aliento, y el corazón cesó de palpitar. Labrada estaba la estatua de un mármol tan puro y tan blanco, que, aun entonces tras tantísimos siglos resplandecía al reflejo de los rayos lunares, y su altura sería quizá, de veinte pies. Representaba la alada figura de una mujer de tan maravillosa belleza y tanta delicada gracia, que el tamaño parecía aumentar, antes bien que estorbar, su belleza tan humana pero aún más que humana espiritual. Inclinada estaba hacia delante, como suspensa de sus alas tendidas a medias, y no sobre su pie. Sus brazos abiertos estaban en la actitud de los de una mujer que va a abrazar a su novio muy adorado, y toda su postura parecía la de quien tiernísimamente implora. Desnuda estaba su perfecta forma y esto es lo más extraordinario, menos el rostro, que tenía cubierto de un velo muy fino, de modo que se pudiera adivinar la huella de sus facciones. Le envolvía el velo la cabeza toda y de sus puntas sueltas, una le caía sobre el seno izquierdo, y la otra rota en parte, a la sazón, volaba libre en el aire por detrás suyo.
-¿Y qué personifica? -preguntó, cuando pude apartar de la estatua la mirada – ¡No puedes figurártelo, oh, Holly!.. ¿Adónde entonces tienes la imaginación? -respondióme Ayesha. -Es la verdad posada sobre el mundo, o implorando a sus hijos por que el rostro le descubran. Y dando entonces la última y larga mirada a aquella belleza espiritualizada en un velo envuelta tan perfecta y tan pura que casi soñaba yo que un alma viva resplandecía a través de la prisión de mármol del contorno, para elevarme a sublimes pensamientos; inefablemente asombrado ante ese sueño de poeta helado en una piedra que jamás olvidaré, aunque tan incapaz me hallo al tratar de describirlo, con tristeza nos volvimos deslumbrados, y volviendo por los amplios patios iluminados por la luna llegamos al nicho de donde habíamos partido.”
El alma suspira por estas imágenes, por esta belleza, por estos discursos, por esta matemática viva del pensamiento, por esta filosofía que ennoblece la condición del alma humana y no la rebaja lanzando barro a su fuego. La hacemos esclava de nuestras pequeñeces y mediocridades cuando suspira por Ideales por los que merezca verdaderamente la pena vivir. Platón lo dijo muy claro en su Mito de la Caverna, cuando el prisionero siente el hálito de la libertad que le espera: Debe romper sus cadenas, las que le hacen convencerse que no es más que una sombra; debe erguirse sobre sí mismo, estar dispuesto a la acción purificadora, redentora, transformadora, externa e interna; debe darse la vuelta y dejar de ver el mundo como parece que es para buscar la fuente que lo hace ser lo que es; debe, por tanto, ir de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de lo irreal a la verdad. Y eso de nadie más depende que de uno mismo, pues el buen hallazgo es el resultado siempre de la búsqueda, cuando esta es noble y pura.
Jose Carlos Fernández
Almada, 15 de agosto del 2014