Literatura

«LAS OLAS» DE VIRGINIA WOOLF, LAS TURBULENCIAS DE LA VIDA Y LA ESTRELLA DE LOS MISTERIOS

Virginia Woolf, una de las «madres» de la novela modernista actual, es, como todo ser humano que pugna por salir de la cárcel de carne y sangre en que vive, una paradoja viviente. Y me refiero aquí a los escritos que, como ella misma decía, debían ser «granito y arco iris», fuerte y fielmente fijos a los hechos (granito); y desde ellos, arrebatados por el vuelo de las emociones, con todas sus coloridas cintilaciones, con sus evocaciones que se abren más y más al infinito.

Ella misma se siente deudora de Platón y de Shakespeare, aunque también suspire con el ardiente impulso de un Byron, de quien sentimos en esta obra la respiración del mar:

Over the glad waters of the dark blue see

Our thoughts as bondless and our souls as free

Far as the breeze can bear the belows foam[1]

En esta obra, Las Olas, de Virginia Woolf, es sorprendente el monólogo silencioso de seis personajes que va reconstruyendo una historia de sus vidas y de los momentos que compartieron juntos. Sus existencias, sus recuerdos, su intimidad misma, es acompañada, mecida por una perpetua ondulación, las olas del mar, de las tinieblas, de la savia de la naturaleza, de la pulsación de la materia misma, que da título al libro. Todos ellos giran, sin embargo, en torno a un centro, un polo que da sentido a su ser, Perzival, de quien se habla continuamente, pero que nada dice en el libro. Son como una flor de seis pétalos que crece, se abre y es deshojada por el tiempo, hasta deshacerse en la podredumbre de la tierra fértil en que nació.

Sus caracteres están diseñados con rápidos epítetos, o con imágenes y metáforas, que más los delinean vagamente que los definen con detalle. En un flujo de conciencia que parece romper los barrotes de la jaula de espacio y tiempo en que vive, a veces es difícil saber donde está el ojo vigilante del autor, lo que hace su lectura nada fácil, a veces incluso psicodélica, y esto es causa de que esta escritora de la primera mitad del siglo XX sea una de los creadores de la novela psicológica y la moderna. Perzival es claramente solar y los ilumina a todos, en silencio; Bernardo es mercurial, necesitando la relación humana y las palabras para que su vida misma no sea disuelta en la nada; Louis es marcial y saturnino, severo en todo, vigoroso, pero queriendo forzar casi tiránico las voluntades; Nelly es preciso y al mismo tiempo amante de la belleza; Rhode es fantástica, lunar, temerosa, incapaz de enfrentar los vientos acerados de la vida, extremamente sensible; Jenny una mujer llameante en su presencia y belleza y en su sed de placeres y de mundo; Susana es hija de la tierra, de la naturaleza, de sus ciclos y de sus certezas, de lo seguro, por ejemplo, las posesiones, que van creciendo muy lentamente, poderosas y sin posibilidad de que la fortuna las someta.

Es como si juntos hubieran aparecido en el escenario del mundo, cada uno incompleto y necesitando a los otros, rechazándose en su personalidad por ser diferentes, pero realizando misteriosamente una unidad vencida la primera ilusión superficial de apartarse. Y, sin embargo, cada uno debe llevar adelante su vida, y es desde su conciencia y su historia que la interpretan, que se enraízan en ella, y que son batidos por las olas del tiempo. Y es evidente que juntos forman un anillo de almas, o un barco celeste con que remontarlas y cabalgar sus crines de blanca espuma. Avanzan como almas juntos en el misterio, y aunque la muerte haya arrebatado a uno o varios, continúan así en lo esencial, pues las almas no son los cuerpos y permanecen, aun en su ignorancia, unidos. Semejan a la «comunidad del anillo» de Tolkien, o las aventuras del Nahual de Castaneda, con la diferencia, muy importante, por cierto, de que no hay una misión que los convoque y redima, y no por ello dejan de ser partes de un todo sin el cual la vida carece totalmente de sentido. Todo lo que le falta a uno para sentir y hacer plenamente vive en los otros, con el espíritu de la colmena que difumina las identidades, pero las realiza y conforma. Las turbulencias del mundo los agitan y amenazan tragarlos, y ese mar bate la costa como la zarpa de una gran bestia, pero SON juntos y la Estrella de los Misterios los sonríe desde su invisible infinitud, según los momentos de auge y caída del sol marcan, en suave progresión siempre adelante, los momentos de sus vivencias, como un descomunal reloj.

La misma autora decía que esta es la obra en que mejor se expresa, en que desarrolla su filosofía, su intimidad, en que nos desvela sin velos casi ya los misterios de su alma. Y siendo Bernardo el escritor entre ellos, y su monólogo solitario el que culmina la obra, es fácil pensar que se identificaba con todo cuanto dice el mismo, sobre todo en relación con el lenguaje, su poder y también sus limitaciones. Quizás la aventura espiritual de su libro sea un eco de las vivencias del famoso círculo de Bloomsbury.

Cada uno de estos personajes recorre un camino y alienta su mística, enriqueciendo así a los demás. Cada uno de ellos tensa su alma en dirección a un misterio, a un arquetipo en el sentido platónico, pero tal y como los egipcios e hindúes que llamaban al alma humana «el hombre-planta» (Saptaparna) o «el trigo de siete codos de alto», las raíces de la misma en la materia, en el mundo de los sentidos, y en la cárcel de sus hábitos, le impiden llegar a él. Pero sí al corazón que en todos bate el mismo cuando están juntos, y los disuelve en la misma noche de amor, de tiempo en tiempo.

Veamos, con las mismas palabras de Virgina Woolf en esta obra, de qué maravillosa manera expresa estas realidades, tan sutiles que es difícil siquiera pensar en ellas y menos hablar, pues son realmente «más para el corazón que para la lengua», como todo lo que siendo místico, y según la misma raíz etimológica de esta palabra, debe permanecer en el silencio.

Veamos cómo cada una de ellas se siente estremecida por estas olas, que están siempre presentes en las mil metáforas de este libro, y qué son, y cómo son estas olas, y cómo juntos se adentran en el misterio, desafiando al tiempo.

Por ejemplo de Susana, que tanto se siente unida a la naturaleza, como el signo de Tauro que bien representa:

«Hace[2] poco que ha nacido el día. En las tierras bajas hay niebla. El día está duro y tieso como ropa blanca almidonada. Pero se suavizará, adquirirá calor. En esta hora tan temprana imagino que soy el campo, que soy el granero, que soy los árboles. Mías son las bandadas de pájaros, y esta libre joven que salta en el último instante, cuando casi es irremediable que la pise. Mío es el halcón que despliega perezoso sus vastas alas. Y la vaca que rechina al adelantar una pezuña, rumiando. Y la loca golondrina descolgándose en arcos. Y el pálido rojo del cielo, y el verde cuando el rojo se va. Y el silencio y la campana. Y la llamada del hombre que va en busca de los caballos de tiro en el campo. Todo es mío. Nadie puede dividirme o mantenerme dividida.»

«A veces pienso (aún no he cumplido los veinte años) que no soy una mujer, sino la luz que ilumina esta verja, esta tierra. Soy las estaciones, pienso a veces, enero, mayo, noviembre, el barro, la niebla, el alba. No puedo tolerar que me trasteen de un lado para otro, ni puedo flotar dulcemente, ni mezclarme con mis semejantes. Sin embargo ahora, apoyándome en esta verja hasta que el hierro deje huellas en mi brazo, siento el peso que se ha formado en mi costado.»

O Jinny, encarnación de la belleza que seduce e impera sobre el mundo, y que con su gesto quiere desafiar aun los años y la vejez.

«Pero vosotros nunca me odiaréis», dijo Jinny. «Siempre que me veáis, incluso si es al otro extremo de una estancia llena de doradas sillas y embajadores, la cruzaréis en busca de mi simpatía. En el momento en que he entrado, todo se ha quedado quieto, formando una estampa. Los camareros se han detenido, y los comensales han alzado los tenedores, dejándolos quietos en el aire. Tenía yo el aire de estar preparada para lo que iba a ocurrir. Y cuando me he sentado, os habéis llevado las manos a la corbata y las habéis escondido bajo la mesa. Pero yo nada oculto. Estoy preparada. Cada vez que la puerta se abre, grito: ¡Más! Mi imaginación es los cuerpos. Mi cuerpo me precede, como una linterna a lo largo de una oscura calleja, y de las tinieblas extrae una cosa tras otra, rodeadas todas de un aro de luz. Os deslumbro. Os obligo a creer que esto es todo.»

Rhoda es la ensoñación que negando la vida halla otra sin límites ni definiciones, y que para algunas almas es su alimento, su verdadera naturaleza, y con sus dedos de niebla y luna abren para otros puertas y dimensiones a que jamás hubieran podido llegar. Esta es, pues, su mística. Pero todo en este mundo la hiere, deshace su unidad soñada, pues ella queriéndolo o no, es la gran víctima.

«Pasaré disimuladamente por detrás de ellos», dijo Rhoda, «como si hubiera visto a un conocido más allá. Pero a nadie conozco. Retorceré el friso de la cortina y contemplaré la luna. Ráfagas de olvido calmarán mi agitación. Cuando se abre la puerta, salta el tigre. Se abre la puerta. Entra a torrentes el terror. Terrores y más terrores me persiguen. Visitaré a escondidas los tesoros que tengo guardados. En el otro lado del mundo hay lagos que reflejan columnas de mármol. La golondrina moja la punta del ala en negros lagos. Pero he aquí que se abre la puerta y entra la gente. Vienen hacia mí. Lanzando al aire vagas sonrisas para disimular su crueldad y su indiferencia, se apoderan de mí. La golondrina se moja las alas. La luna se desliza sola sobre mares azules. He de coger la mano de este hombre. Debo responderle. Pero ¿qué respuesta le daré? Retrocedo violentamente, para seguir ardiendo en este torpe cuerpo que tan mal me sienta, y recibir los rayos de la indiferencia y el desprecio de este hombre, yo que ansío las columnas de mármol y los lagos del otro lado del mundo, donde la golondrina moja la punta del ala.

 «La noche ha girado un poco más sobre las chimeneas. Por encima del hombro de este hombre, a través de la ventana, veo un gato tranquilo que no se ahoga en luz, que no está preso en sedas, con libertad para detenerse, desperezarse y volver a avanzar. Odio todos los detalles del vivir individual. Pero estoy aquí, clavada, para escuchar atentamente. Una inmensa presión me agobia. No puedo moverme ni desplazar de su lugar el peso de los siglos. Flechas, un millón de flechas, me atraviesan. La burla y el ridículo me desgarran. Yo, capaz de recibir las tempestades en mi pecho, capaz de dejar alegremente que el granizo me cubra, quedo inmovilizada, aquí. Quedo en evidencia. El tigre salta. Con sus látigos las lenguas se dirigen a mí. Móviles, incesantemente, las lenguas se agitan sobre mí. He de defenderme con mentiras. ¿Qué amuleto hay contra semejante mal? ¿Qué rostro puedo invocar para que amortigüe este ardor? Pienso en nombres inscritos en las tapas de las grandes cajas, pienso en madres bajo cuyas anchas rodillas descienden las sayas, pienso en arboledas hacia las que descienden las laderas de colinas con mil jorobas. Escondedme, grito, protegedme, porque soy la más joven, la más desnuda, de todas vosotras. Jinny se deja llevar como una gaviota por la ola, hábilmente se sirve de su aspecto aquí y allá, diciendo esto y diciendo lo otro, sin mentir. Yo miento. Y delinco.»

«Sola, balanceo mi cuenco. Soy el ama y señora de mi flota de bajeles. Pero aquí, mientras retuerzo entre los dedos el friso de la bordada cortina de la casa de esa mujer que me ha invitado, estoy dividida en porciones. He dejado de ser una sola entidad. Entonces, ¿cuál es el conocimiento que posee Jinny mientras baila, la seguridad que tiene Susan mientras inclinada, silenciosa, bajo la luz de la lámpara, pasa el blanco hilo de algodón por el ojo de la aguja? Dicen sí. Dicen no. Atizan sonoros puñetazos en la mesa. Pero yo dudo. Tiemblo. Veo cómo el espino sacude su sombra en el desierto.

Ahora echaré a andar, como si me hubiera propuesto algo, y así cruzaré la estancia hasta llegar al balconcillo. Veo el cielo, con las suaves plumas del súbito fulgor de la luna. También veo las barandillas de la plaza, y dos personas sin rostro, recortándose como estatuas contra el cielo. Resulta que hay un mundo inmune al cambio. Después de cruzar este salón bullente de lenguas que me pinchan como cuchillos, obligándome a tartamudear, a mentir, me parece que los rostros se hayan quedado sin rasgos, privados de belleza. La pareja de enamorados está agazapada bajo el plátano. El policía hace guardia en la esquina. Pasa un hombre. Resulta que hay un mundo inmune al cambio. Pero yo carezco del aplomo suficiente, ahí, de puntillas en los límites del fuego, aún chamuscada por el ardiente aliento, con miedo a que se abra la puerta, a que el tigre salte, incluso para formar una frase. Perpetuamente contradice cuanto digo. Todas las veces que se abre la puerta, me interrumpen. Aún no he cumplido los veintiuno. He nacido para que me hagan añicos. He nacido para que se burlen de mí toda la vida. He nacido para ir arriba y abajo, entre estos hombres y estas mujeres de rostros convulsivos y lenguas mendaces, como un corcho en un mar alborotado. Como la cinta de un alga, soy proyectada muy lejos cada vez que la puerta se abre. Soy la espuma que llena de blancura las más alejadas oquedades de la roca. Y también soy una muchacha, aquí, en esta sala.»

Bernard es el contador de historias, el que juega con las palabras, pero no es capaz de dar solidez a lo que con ellas crea, pues no son sino palabras, no gestos rituales ni roca sobre la que construir, y con ellas así intenta aprisionar el sentido de la vida.

«Nací con el don de formar palabras, de lanzar burbujas sobre esto y lo otro. Y mientras alumbro espontáneamente estas observaciones, me construyo, me diferencio y, cuando escucho esa voz que me dice, al pasar: «¡Mira! ¡Anota esto!», imagino que he nacido destinado a encontrar cualquier noche de invierno el significado de todas mis observaciones, un hilo que va de una a otra, un resumen que todo lo completa y redondea. Pero los soliloquios en callejas laterales pronto languidecen. Necesito público. Este es mi principal defecto. Esto es lo que siempre mella el filo de la última afirmación e impide que se forme debidamente. Soy incapaz de sentarme a una mesa de cualquier sórdida casa de comidas y pedir día tras día la misma bebida hasta quedar rebosante de un único fluido: esta vida. Construyo mi frase y con ella huyo a un pisito amueblado, donde queda iluminada por la luz de docenas de velas. Necesito que me miren, a fin de poder dibujar estos faralaes y volantes. Para ser yo (advierto), necesito la iluminación de la mirada de otras gentes, y en consecuencia nunca puedo estar totalmente seguro de lo que soy. Los auténticos, como Louis y como Rhoda, existen en sumo grado cuando están solos. Les molesta la iluminación, la multiplicidad. Tan pronto sus retratos han sido pintados, los arrojan, boca abajo, al suelo. Las palabras de Louis están cubiertas de una espesa capa de hielo. Sus palabras nacen prietas, condensadas, duraderas.»

«Contrariamente, después de esta somnolencia, deseo destellar en infinitas facetas a la luz de los rostros de mis amigos. He atravesado el territorio sin sol de la no-identidad. Tierra extraña, por cierto. Y he oído, en mi instante de apaciguamiento, en mi instante de embrutecedora satisfacción, el suspiro que va y viene del oleaje más allá de este círculo de esplendente luz, de este batir de insensata furia. He tenido un instante de inmensa paz. Quizá esto sea la felicidad. Ahora he retrocedido impulsado por punzantes sensaciones, por la curiosidad, por la codicia (tengo hambre) y por el irresistible deseo de ser yo. Pienso en los seres a los que podría decir cosas, en Louis, Neville, Susan, Jinny y Rhoda. Con ellos tengo múltiples facetas. Me arrancan de las tinieblas. A Dios gracias, esta noche nos reuniremos.»

Y de hecho, es él mismo quien mejor los define, por ejemplo:

«Veo a Louis labrado en piedra como una estatua. A Neville, cortante como unas tijeras, exacto. A Susan, con ojos como esferas de cristal. A Jinny, bailando como una llama, febril, ardiente, en la tierra seca. Y a Rhoda, la ninfa de la fuente, siempre húmeda.»

Neville es el amante del orden y la belleza, el perpetuo enamorado de la vida, del espíritu griego, de la inspiración, pero construye un refugio seguro porque se siente vulnerable.

«Soy una sola persona: yo. No suplanto a Catulo, a quien adoro. Soy un estudioso sumamente disciplinado, con un diccionario a un lado, y al otro una libreta en la que anoto curiosos usos del participio pasado. Pero no se puede vivir siempre dedicado a disecar con cuchillo para mejor comprenderlas estas antiguas frases. ¿Viviré siempre así, corriendo las rojas cortinas de sarga, y viendo el libro, como un bloque de mármol, pálido a la luz de la lámpara? Sería maravilloso dedicar la vida a la perfección, seguir siempre la curva de la frase, me llevara donde me llevara, a desiertos y arenas movedizas, haciendo caso omiso de señuelos y tentaciones.»

Y unos diez años después, ya enredado en la materia y en la búsqueda de lo que desea:

«Mi vida tiene una rapidez de la que carece la tuya. Soy como un lebrel tras la pieza. Cazo desde el alba al ocaso. Nada, la búsqueda de la perfección en las arenas, la fama, el dinero, tiene significado para mí. Tendré riquezas. Tendré fama. Pero jamás tendré lo que quiero, porque carezco de gracia corporal y del valor de ella derivado. La rapidez de mi mente es demasiado fuerte para mi cuerpo. Mis fuerzas flaquean antes de que llegue al objetivo y caigo al suelo, donde quedo como un montón húmedo y quizá repugnante. En las crisis vitales suscito la lástima y no el amor. En consecuencia, sufro horriblemente. No sufro para convertirme en un lente, como hace Louis. Mi sentido de la realidad y de los hechos es demasiado ajustado para permitirme estos juegos malabares, estas ficciones. Lo veo todo -salvo una cosa- con total claridad. Esto es mi salvación. Esto es lo que da a mis sufrimientos constante estímulo y vida. Esto es lo que me permite expresarme con autoridad, incluso cuando callo. Y, como sea que en cierto aspecto vivo engañado, por cuanto la persona cambia constantemente, aunque no el deseo, y en mañana alguna sé con quién estaré por la noche, nunca estoy estancado. Después de mis más duros desastres, me levanto, doy media vuelta y cambio. Las piedras rebotan en la coraza de mi cuerpo musculoso y tenso. En este empeño, envejeceré.»

Louis, con dificultad de ser parte de un grupo sin someterlo, es fuerte, decidido, ambicioso, dispuesto a los más severos esfuerzos para construir su vida, pero siente que esa misma ambición le seca, le convierte en una estatua de piedra.

«Mis raíces descienden atravesando filones de plomo y de plata, a través de húmedos y pantanosos lugares que exhalan olores, hasta llegar a un núcleo, formado por raíces de roble unidas, en el centro. Sellado y ciego, taponados con tierra los oídos, he oído, a pesar de todo, rumores de guerras. Y el ruiseñor. He percibido mucha tropa en premura, yendo arrebañada de aquí para allá, en busca de civilización, como vuelos de aves migratorias en busca del verano. He visto mujeres con rojos cántaros dirigiéndose a las orillas del Nilo. Desperté en un jardín, con un golpe en el cogote, un ardiente beso, beso de Jinny. Y lo recuerdo todo como se recuerdan los gritos confusos, la caída de columnas y traviesas rojas y negras, en un nocturno incendio. Duermo y velo sin cesar. Ahora duermo, ahora velo. Veo la reluciente tetera, las estanterías de vidrio repletas de pálidos bocadillos amarillos, los hombres de redondeadas chaquetas encaramados en los taburetes del mostrador, y también veo, tras ellos, la eternidad. Es un estigma marcado al fuego en mi temblorosa carne por un encapuchado con un hierro al rojo.»

Es como si juntos fueran los Siete Rayos de las tradiciones mistéricas, o encarnación de los mismos, atravesando las diferentes vicisitudes de la existencia humana, atados en la materia, revolviéndose contra ella para ser libres de nuevo. Evidentemente Perzival sería el jefe solar, la voluntad que los reúne naturalmente, pero que por serlo, en ningún momento aparece en escena en diálogo, y su gesto poderoso rinde incondicionalmente hacia la felicidad, hacia la realización del destino.

Y qué bellamente describen su unión, por ejemplo en uno de sus encuentros de madurez, después de cenar juntos y de vencer con dificultad sus propias dudas, miedos y diferencias personales que los rechazan antes de ser un engranaje juntos:

«Ahora, una vez más», dijo Louis, «nos disponemos a separarnos, después de pagar la cuenta, y el círculo en nuestra sangre, roto tan a menudo, tan bruscamente, debido a que somos muy diferentes, se cierra. Algo hemos construido. Sí, porque, cuando nos levantamos y algo nerviosos nos tocamos los dedos de una mano con los de la otra, rogamos, guardando en nuestras manos este común sentimiento: «No te vayas, no permitas que la puerta batiente destroce esa cosa que hemos construido, esa cosa formada y encerrada aquí, entre estas luces, estas mondas, este desorden de migas de pan y de gente que pasa. No te muevas, no te vayas. ¡Retenlo siempre!»

«Retengámoslo durante un momento», dijo Jinny, «retengamos el amor, el odio, o como queráis llamarlo, este globo hecho de Percival, de juventud y belleza, y de algo tan profundamente enraizado en nosotros que quizá jamás consigamos un momento semejante, con otro hombre.»

«Bosques y lejanos países en la otra cara del mundo», dijo Rhoda, «forman parte de ello; también mares y junglas, los aullidos de los chacales, y la luz de la luna iluminando el alto pico sobre el que planea el águila.»

«La felicidad forma parte de ello», dijo Neville, «y la paz de las cosas comunes. Una mesa, una silla, un libro con un estilete de cortar papel entre sus páginas, y el pétalo que cae de la rosa, y el temblor de la luz cuando sentados guardamos silencio, o cuando, quizá, al recordar cualquier trivialidad, de repente decimos algo.»

«Los días de entre semana forman parte de ello», dijo Susan, «el lunes, el martes, el miércoles. Y los caballos yendo al campo, y los caballos al regresar, y las cornejas alzándose y descendiendo, cubriendo con su red los olmos, tanto si es abril como si es noviembre.»

«Lo que ha de venir forma parte de ello», dijo Bernard. «Esta es la última y más esplendente gota que dejamos caer, como un celeste mercurio, en el alto y espléndido momento creado por nosotros, sobre la base de Percival. ¿Qué pasará?, me pregunto mientras me sacudo las migas del chaleco. ¿Qué hay en el exterior? Comiendo sentados, hablando sentados, hemos demostrado que somos capaces de enriquecer el tesoro de los momentos. No somos esclavos destinados a recibir sin cesar los jamás anotados latigazos de la mezquindad en nuestras encorvadas espaldas. Tampoco somos borregos, siguiendo al amo. Somos creadores. También nosotros hemos creado algo que formará parte de las innumerables reuniones del pasado. También nosotros, cuando nos encasquetamos el sombrero y empujamos la puerta, no entramos en el caos sino en un mundo que nuestra fuerza puede subyugar, transformándolo en parte de la iluminada y eterna senda.»

Perzival muere luego en la India, en plena juventud, y mucho después Rhoda, que se lanza al abismo, y sus historias personales avanzan. Al final, el monólogo es de Bernardo sólo, quien después de superar un eclipse de su alma, que es como vencer a lo más terrible de la muerte espiritual misma, ahora se enfrenta a ella dispuesto a enfrentar en la noche, por última vez las ondas, y sabemos que entra así victorioso a lo desconocido, después de armarse de silencio, abandonando ahora ya sí las palabras con que quiso aprisionar a la vida misma.

«Permitidme que alce mi canción de gloria. Bendita sea la soledad. Dejadme solo. Dejad que me quite y arroje lejos este velo del ser, esta nube que cambia al más leve soplo del aliento, noche y día, y toda la noche, todo el día. Mientras estaba aquí sentado, he cambiado. He visto cómo el cielo cambiaba. He visto cómo las nubes cubrían las estrellas, cómo liberaban las estrellas, cómo volvían a cubrirlas. Ahora ya no observo el cambio de las estrellas. Ahora nadie me ve y he dejado de cambiar. Bendita sea la soledad que ha quitado la presión de los ojos, la invitación del cuerpo, y toda necesidad de mentiras y frases.

«Mi libro, repleto de frases, ha caído al suelo.

(…)

Y también en mí se alza la ola. Se hincha, arquea el lomo. Una vez más tengo conciencia de un nuevo deseo, de algo que surge en el fondo de mí, como el altivo caballo cuando el jinete pica espuelas y después lo refrena con la brida. ¿Qué enemigo percibimos ahora avanzando hacia nosotros, tú, sobre quien ahora cabalgo, mientras piafamos en este pavimento? Es la muerte. La muerte es el enemigo. Es la muerte contra la que cabalgo, lanza en ristre y melena al viento, como un hombre joven, como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra ti me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!

Las olas rompían en la playa.»

Jose Carlos Fernández

Almada, 12 de agosto del 2022


[1] Sobre las alegres aguas de un mar azul y oscuro/Nuestros pensamientos sin límites y nuestras almas libres/ Las olas espumeando allí donde la brisa las arrastra. Los primeros versos del Corsario de Byron.

[2] https://elplacerdelalectura.com/wp-content/uploads/2020/02/las_olas.pdf

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