En realidad el nombre de la novela en que el protagonista es un asombroso jardín es “El crimen del padre Mouret”. Emilio Zola (1840-1902), su autor, es considerado uno de los padres del naturalismo, que se iba a extender por toda Europa, y siendo determinantes, por ejemplo en un Galdós en España o en un Eça Queirós en Portugal. La descripción es pormenorizada, realista, natural, cruda incluso, aunque sin llegar a deformar como en los espejos esperpénticos de un Valle Inclán.

Si supiera algo de Astrología quizás encontraría un vínculo entre el signo natal, Aries, de este escritor y el ímpetu de las fuentes, de la naturaleza que nos rodea y aún de la naturaleza humana, sin añadidos, en su más feraz y feroz aspecto. Una naturaleza vigorosa, dotada de un poderoso ímpetu creador, que aunque sin elevados idealismos (como le va a suceder a Tolstoi con su llamado realismo mágico), es traspasada por una sangre espiritual que le da sentido a todo, más allá de formas religiosas que no hacen más que velar su poderío.
En esta naturaleza incluye la sangre y el árbol de la vida humana, siguiendo, por ejemplo, en todo un ciclo de novelas -las 20 de Les Rougon-Macquart, de la cual ésta que comentamos es precisamente el quinto volumen- la historia de una familia y descendientes en varias generaciones en Francia en la época del Segundo Imperio. En medio del caos de sucesos de estas diferentes vidas se percibe una causalidad, una ley natural que rige desde lo oculto toda una serie de acontecimientos, que forman parte “del mismo árbol”.
Hay darwinismo en su obra, pero no simiesco, sino social, y también se nota la influencia venenosa de Comte y su positivismo que aunque absurdo ha arrastrado las conciencias de casi dos siglos (y aún se notan sus emanaciones deletéreas). Y sin embargo, a pesar de estos condicionantes y trampas mentales de su siglo, en sus escritos se percibe un poderoso espíritu, como una llama viva, la de su alma que estremece todo con sus mil ojos y mil manos. Y el mismo le hace percibir en el núcleo de hierro de la naturaleza humana una religión misma, la de sus poderes y posibilidades, su grandeza intrínseca aunque torturada por la ignorancia y el egoísmo. Por ejemplo en Lourdes, que explora las peregrinaciones e historia de este centro sagrado y la vida de Bernadette, o en la tetralogía que él mismo llamó “los cuatro evangelios”: Fecundidad, Trabajo, Verdad y como obra inconclusa Justicia.
La novela en que me quiero centrar, “El crimen del padre Mouret”, fue escrita en el año 1875, y es de las menos conocidas o comentadas de Zola, a pesar, incluso, de que se haya hecho una película de ella, en 1970, dirigida por Georges Franju, que aun siguiendo el guion es incapaz de expresar la grandeza y vigor del libro.
El video corto “La muerte de Albine”, rinde un bello homenaje al final del libro, pero sin conocer la historia o leer la obra (aunque sea la muerte de esta Eva del misterioso jardín), carece de ningún significado.
Si bien la historia como tal es perfectamente verosímil, como novela realista y naturalista que es, detrás de los hechos y narración se siente la respiración de una alegoría viva, tan viva como presente y palpitante en la naturaleza y en el alma humana, y que llega a asumir la forma de una historia bíblica y como tal digna de múltiples interpretaciones más allá de la letra muerta.
Pero bien, seamos ordenados y expongamos primero los hechos narrativos antes de comprender la alegoría que la baña, como el agua a una esponja.
Un sacerdote joven, el padre Mouret, Serge de nombre, ejerce su ministerio en una villa rústica en los Artauds cerca de su villa natal (Plassants, que se corresponde, al parecer en las novelas de Zola con Aix-en-Provence) Allí vive y oficia en medio de una naturaleza agreste y ruda, que se manifiesta también en las costumbres de sus pobladores, verdaderos hijos de la tierra y de una moral casi salvaje, no endulzada por la civilización. La visita con su tío, que es médico, a la finca de Paradou, hace que conozca a una joven adolescente, Albine, de la que queda perdidamente enamorado. El padre de Albine que es un filósofo ateo, o quizás más bien panteísta y natural, y contrario al programa de endoculturación, después de una educación básica, la deja que viva solitaria en el inmenso jardín salvaje de la propiedad (con una extensión de varias decenas de kilómetros de perímetro). Para el sacerdote Mouret, de retorno a sus oficios religiosos, ya nada es igual, ha sido “mordido” por la voz de la naturaleza, que reclama sus fueros, con todo su vigor y sensualidad. A pesar de que se impone severas austeridades, no consigue vencer la “tentación” y la tensión es tal que cae en shock mortalmente enfermo y pierde la memoria.
En el segundo capítulo del libro vemos a Serge cuidado con mimo por Albine como un niño que hubiera nacido, y al que la luz y las brisas del jardín lo van “amamantando” con su alegría y su vida, y poco a poco recupera el uso de sus facultades (sin recuperar la memoria), consigue salir al jardín y con ella, cada vez más fortalecido, recorrer sus más recónditos y misteriosos secretos, en un juego de descubrimiento y amor natural que hace del jardín un verdadero Edén. El pleno despertar del poder de sus facultades naturales y capacidad de amar coinciden con el encuentro de un recinto secreto del jardín bajo un árbol milenario (que es el rey y casi dios del mismo jardín) bajo cuyas ramas se aman apasionadamente y conciben (sin él ni ella saberlo) un hijo.
Pero, como en el pecado original de Adán y Eva, poco después alguien irrumpe por un muro del jardín, nada menos que Archangías, un monje misógino, bestial y cruel de su propia iglesia que llevaba tiempo buscando al sacerdote. En este momento el mismo recupera la memoria, es consciente de la gravísima falta que ha cometido, abandona a Albine y su jardín y se entrega a terribles mortificaciones. Albine enferma del desamor y abandono, e intenta varias veces visitar al sacerdote, hasta que al final se encuentra con él y le reclama sus votos de amor. Él se mantiene distante, y después de una lucha feroz contra el poder sensual de la misma naturaleza, y aun contra el amor que siente por Albine, consigue renunciar a ella. No sin que antes en una última tentación vuelva a visitar el jardín, pero lo vea sin alma, muerto, sin vida. De hecho, la misma Albine le expulsa de su jardín cuando lo desprecia, ya que así no es merecedor de estar en él. Despreciar el jardín es despreciarla a ella, pues ella es en realidad el alma del jardín, y dicho jardín se cristaliza en su humana presencia.
Cuando comprende que el sacerdote es ajeno tanto al jardín como a ella, sin resentimientos, y entendiendo el misterio de la naturaleza que hay detrás de este encuentro y abandono (ella pertenece al jardín y él a sus ideales y mundos espirituales), prepara un lecho con las flores más odoríferas y bellas del jardín, cierra las ventanas y se deja morir, embriagada por su perfume.
El abad Mouret, ya inflexible, consagrado a su misión de sacerdote con fidelidad pétrea, la entierra con los ritos cristianos, sin saber que en su seno alberga el niño muerto de su amor.
El cómo Serge, que había perdido la memoria va recuperando su naturaleza y vigor con la presencia del jardín, es asombroso. Cuando por ejemplo, puede por primera vez salir del lecho y bajar al jardín. O mucho más cuando puede hablar al jardín y dejarse encantar por él (pues hasta entonces, desde su cuarto, y enfermo, no había podido verlo).
Si pensamos en la relación del alma de lo femenino y el jardín, y como la voz humana es lo que más nos representa, la palabra de Serge es como si fecundara al jardín, dándole una nueva vida que no conocía, la del fuego superior de la mente. Ya Shakespeare nos enseñó “hablad con las Damas” pues en esa sincera conversación nace un amor que no es hijo de la tierra ni la sensualidad, es el amor del despertar de las almas, de su unión en una dimensión no esclava de la materia, máxime si las palabras no son esclavas ni siervas de la misma. Negar la palabra es negar la vida del alma, y no es banal la afirmación bíblica de “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

Así describe Balzac el encuentro del joven con el jardín de Paradou (que es una forma de decir “paraíso, que significa precisamente “jardín” en griego), y que es la expresión en la tierra del Eterno Femenino, pues más allá de este jardín ya todo es cielo, luz. Por eso Dante sitúa al Edén en el plano de conciencia superior de la materia que toca al espíritu, más allá todo es ya divino, y sólo divino:
“Un mar de verdor, enfrente, a derecha, a izquierda, por todas partes. Un mar que mecía su marejada de hojas hasta el horizonte, sin el obstáculo de una casa, de un lienzo de muro, de una carretera polvorienta. Un mar desierto, virgen, sagrado, que desplegaba su dulzura silvestre en la inocencia de la soledad. Únicamente el sol entraba en él, se revolcaba como un manto de oro sobre los prados, enfilaba las calles con la carrera escapada de sus rayos, dejaba colgar sueltos a través de los árboles sus finos cabellos llameantes, bebía en los manantiales con un labio rubio que empapaba el agua con un escalofrío. Bajo aquella polvareda de llamas, el gran jardín vivía con una extravagancia de animal feliz, dejado suelto en el fin del mundo, lejos de todo, libre de todo. Era una lujuria tal de frondas, una marea de hierbas tan desbordante, que el jardín estaba como escondido de un extremo al otro, inundado, anegado. Nada más que taludes verdes, tallos que tenían un brotar de fuente, masas encrespadas, cortinas de bosques herméticamente echadas, mantos de plantas trepadoras que se arrastraban por el suelo, revoleras de ramos gigantescos que se abatían por todos lados. Apenas si se podía, a la larga, reconocer bajo aquella formidable invasión de la savia el antiguo trazado del Paradou. Enfrente, en una especie de circo inmenso, debía de encontrarse el parterre, con sus estanques desmoronados, sus barandales quebrados, sus escaleras alabeadas, sus estatuas caídas, cuyas blancuras se distinguían al fondo de céspedes negros. Más allá, detrás de la línea azul de una lámina de agua, se desplegaba una maraña de árboles frutales; aún más allá, un alto oquedal hincaba sus bajos violáceos, rayados de luz, un bosque de nuevo virgen, cuyas copas se apezonaban sin fin, manchadas del verde amarillo, del verde pálido, del verde pujante de todas las especies. A la derecha, el bosque escalaba alturas, plantaba bosquecillos de pinos, se moría en malezas flacas, mientras unas rocas desnudas amontonaban una enorme rampa, un derrumbe de montaña que tapaba el horizonte; en ellas hendían el suelo vegetaciones ardientes, plantas monstruosas inmóviles en el calor como reptiles amodorrados; un hilillo de plata, un salpicar que de lejos se parecía a un polvillo de perlas, indicaba un salto de agua, el manadero de aquellas aguas serenas que tan indolentemente bordeaban el parterre. A la izquierda, finalmente, el río discurría por medio de una vasta pradera, en la que se separaba en cuatro arroyos, cuyos caprichos se seguían bajo los carrizos, entre los sauces, detrás de los grandes árboles; hasta donde alcanzaba la vista, hazas de pastizal ensanchaban el frescor de los terrenos bajos, un paisaje lavado por un vaho azulado, un claro de luz que se fundía poco a poco en el azul enverdecido del poniente. El Paradou, el parterre, el bosque, las rocas, las aguas, los prados ocupaban toda la anchura del cielo.
—¡El Paradou! —balbuceó Serge abriendo los brazos como para estrechar el jardín entero contra su pecho.
Se tambaleaba. Albine tuvo que sentarlo en un sillón. Allí estuvo dos horas sin hablar. Con la barbilla apoyada en las manos, miraba. Por momentos, palpitaban sus párpados, le subía un arrebol a las mejillas. Miraba lentamente, con profundas extrañezas. Era demasiado vasto, demasiado complejo, demasiado intenso.
—No veo, no comprendo —gritó tendiéndole las manos a Albine, con un gesto de fatiga suprema. La muchacha, entonces, se apoyó en el respaldo del sillón. Le tomó la cabeza, lo obligó a mirar de nuevo. Le decía a media voz:
—Es nuestro. No vendrá nadie. Cuando estés curado, nos pasearemos. Tendremos para andar toda la vida. Iremos adonde tú quieras… ¿Dónde quieres ir? Él sonreía, murmuraba:
—¡Oh!, no muy lejos. El primer día, a dos pasos de la puerta. Fíjate, me caería… Mira, iré ahí, debajo de ese árbol, junto a la ventana.”
Y luego cuando no sólo ve sino que su conciencia se adentra en dicho jardín, y como la conciencia es “posesión de”, inicia su “posesión” del mismo:
“Pero Serge ya no tenía miedo. Nacía en el sol, en aquel baño puro de luz que lo inundaba. Nacía a los veinticinco años, con los sentidos bruscamente abiertos, embelesado ante el cielo abierto, ante la tierra feliz, ante el prodigio del horizonte desplegado a su alrededor. Aquel jardín, que ignoraba la víspera, era un disfrute extraordinario. Todo le llenaba de éxtasis, hasta las briznas de hierba, hasta las piedras de las calles, hasta los hálitos que no veía y que le pasaban rozando las mejillas. Su cuerpo entero entraba en la posesión de aquel pedazo de naturaleza, lo abrazaba con sus miembros; sus labios se lo bebían, su nariz lo respiraba; se lo llevaba en los oídos, lo escondía en el fondo de sus ojos. Era suyo. Las rosas del parterre, las ramas altas del oquedal, las rocas sonoras del caer de los manantiales, los prados en los que el sol plantaba sus espigas de luz eran suyos. Después, cerró los ojos y se concedió el placer de volver a abrirlos despacio, para procurarse el deslumbramiento de un segundo despertar.”
Y cuando ya más fortalecido, consigue adentrarse en él, y hablarle:
“Él, sin contestar, permanecía de pie. Tenía los ojos a lo lejos, no veía a aquella niña a sus pies. Habló solo. Dijo, desde dentro del sol:
—¡Qué agradable es la luz! Y se hubiese dicho que aquella palabra era una vibración misma del sol. Cayó, apenas murmurada, como un soplo musical, un escalofrío del calor y de la vida. Hacía ya unos días que Albine no había vuelto a oír la voz de Serge. La recuperaba, así como a él, cambiada. Se le antojó que se extendía por el parque con más suavidad que la frase de los pájaros, con más autoridad que el viento que plegaba las ramas. Era reina, mandaba. Todo el jardín la oyó, aunque hubiese pasado como un hálito, y todo el jardín se estremeció del júbilo que le traía.
—Háblame —imploró Albine—. Nunca me has hablado así. Arriba, en la habitación, cuando no estabas todavía mudo, hablabas con media lengua de niño… ¿Cómo es que ya no reconozco tu voz? Hace un momento, he creído que tu voz bajaba de los árboles, que me llegaba del jardín entero, que era uno de esos suspiros profundos que me turbaban por la noche, antes de tu venida… Escucha, todo se calla para oírte hablar otra vez.”
Muchos comentaristas refieren que este libro es un grito de protesta de Zola con respecto a la imposibilidad de los sacerdotes católicos de casarse. Pero esta es una visión muy superficial. Lo que se dice y mucho más lo que con sus metáforas e imágenes se insinúa abre la puerta a un universo de significados, al mismo drama del alma humana, de la existencia de sexos o polarización en su naturaleza, en el que la necesidad de complementarios -y de hallar la plenitud en los mismos- cumple una ley evolutiva, que sólo puede ser “violentada” por una transmutación en que la rueda de vida se convierte en rueda de fuego creador en los mundos invisibles.
Esta polaridad rige la misma existencia en los planos más sutiles. El arquetipo de esta dualidad de “Jardín-Aquel que entra en el mismo” vive en la misma condición de lo que el Bhagavad Gita llama “Campo y Conocedor del Campo”, o en los jeroglíficos egipcios cuando se representa a Osiris como un Ojo que da vida a una Escalera- Trono (que es la Naturaleza misma, en su infinita variedad), o en los mismos textos egipcios -según comenta H.P.Blavatsky- “El Viajero que cruza por millones de años, es el nombre de uno; y las Grandes Verdes [Aguas Primordiales o Caos], es el nombre del otro”: uno produciendo millones de años en sucesión, y el otro absorbiéndolos, para devolverlos”[1]

Lo que sí se hace evidente en esta obra es una oposición violenta, artificial entre lo que podemos llamar religión natural y la revelada. Aquí la natural es la ley de la misma naturaleza, diosa en sí misma, la comprensión de su ser profundo, de su alma, perceptible en la belleza y conducta de todo lo que mora en ella, una naturaleza a quien el ser humano puede llamar reino, pero a la cual pertenece, pues no es ajena a ella, y está determinado por ella. La descripción del gran árbol que es rey del bosque nos trae recuerdos del film Avatar. Y la moral es lo que la naturaleza quiere o no quiere, no lo que una imposición humana o el Dios de quién sabe qué tribu del desierto determina válido o no. Toda la obra de Kant sobre la Metafísica de las Costumbres o la de sus Fundamentos cede ante la fácil, simple, bella y ecológica lectura del Alma de la naturaleza, tal y como la entendían los filósofos estoicos y tan bellamente expuesta, por ejemplo en las recriminaciones de Albine a Serge después de abandonarla. La “civilización” está concebida en que la naturaleza es opuesta a la acción humana y viceversa, y en pleno siglo XXI nos damos cuenta de los terribles efectos de pensar de esa manera.
La pureza del encuentro de Serge y Albine nos recuerdan la bucólica de la novela griega Dafnis y Cloe en que el sexo no es pecado, y si lo es la sensualidad, el miedo o el egoísmo y la violencia. Frente a esta sencillez y valoración de lo que es ser hombre y lo que es ser mujer, las imposiciones religiosas que le sirven de contraste en la obra, nos parecen contra natura, de una férrea exigencia válida sólo para construir “mundos aparte” y de los que se pueden deducir o una escalera hacia el cielo inteligible o la estrepitosa caída de un modus vivendi que no es de esta tierra. Al final, no nos queda más remedio que repetir la afirmación de H.P.Blavatsky de “el difícil problema del sexo”.
Esta relación sexual, clave en la “electricidad” de la naturaleza y aun del alma humana se nos muestra desde diferentes ángulos:
- Como un simple poder progenitor animal, que generando vida se opone a la muerte que la renueva. Es el “creced y multiplicaros” hasta que otra especie entre en colisión con el árbol de vida al que pertenecemos, como sucede en el reino vegetal y animal. Está representado por la hermana de Serge que discapacitada mentalmente sin embargo es la “reina de los animales” de una granja adjunta a la iglesia. Cómo reina sobre ellos, con su bondad amoral, y precisamente porque carece de mente ni abstracta ni egoísta, es otro de los elementos más asombrosos de esta novela.
- El simple amancebamiento humano de unos con otros, buscando la satisfacción del deseo sensual, y sin un sentido de responsabilidad. La religión en este caso trata de imponer, aunque sea a la fuerza, esta responsabilidad sin la que carece de sentido la unidad social que es la familia.
- Por brutal oposición a la misma, la forma de pensar y de hacer de Fray Archangías, misógino, enemigo de la mujer, de la naturaleza, de todos, es el odio como quintaesencia, y que se atribuye la prerrogativa de velar por la pureza de la religión.
- El que reina en toda la obra como amor entre Serge y Albine, el puramente humano, pero que hace arder desde el amor a todos los planos de su naturaleza.
- El “castrado”, el que violentamente suprime la relación horizontal con otro ser humano para verticalizarse en forma angélica, por medio de creaciones de la mente humana o de esencias inteligibles con las que el alma se quiere desposar, y la forma más rápida de hacerlo es no dejarse prender en la ilusión de lo que Plotino llamaría Venus Pandemus (el amor de todos). Es recorrer la escala que este mismo filósofo romano, inspirado en Platón, traza para ir subiendo por los distintos peldaños de la escala hacia Dios, solitario. La diferencia es que aquí esta escalera no es trazada por la Filosofía, en base al descubrimiento natural de una serie de verdades que forman parte de la lógica de las almas, sino por un rígido sistema de creencias y prácticas, a lo que llamamos “religión”, que sin dejar de ser útiles y prácticos en lo mismo, tanto pueden convertirnos en un santo (si el alma es muy muy pura) como en un monstruo de egoísmo (si no lo es), al no haber un sistema de depuración natural, de comprensión y vivencia escalonada.
Y si los amores de Serge y Albine hacen sonreír al alma, como los de Adán y Eva en un primitivo Edén, sin pecado original; y la relación metafísica y a través de la imaginación con la Virgen de los Cielos y con Jesús crucificado, nos resultan admirables y sorprendentes, con la viveza y exaltación con que Zola los presenta; hay un deje de profunda tristeza cuando el sacerdote recupera la memoria (perdiendo la inocencia original) y cuando el jardín que era antes la belleza entera del mundo, se torna ajeno, casi enemigo suyo, y más cuando Albine, que es la encarnación del jardín mismo, muere en un lecho de flores, dando muerte al futuro natural, simbolizado en el hijo que lleva en su vientre.
Jose Carlos Fernández
Alcorcón, 15 de abril del 2022
[1] El Lenguaje del Misterio y sus Claves, en Doctrina Secreta II de H.P.Blavatsky (1831-1891)