Si hay un árbol que nos exalte con su verticalidad es, sin duda, el ciprés. Guardianes en los camposantos, y dando un aura y perfume de eternidad en los jardines en que siempre reinan, su firmeza los hace semejantes a una llama verde, o a una espada en alto. Silenciosos, solemnes, amigos y confidentes de los tristes y meditativos, los griegos lo consagraron a Apolo, quizás por su tendencia a lo alto y hacia la unidad, erguidos hacia el cielo haciendo converger en punta todo el sereno dinamismo de su fuerza vegetal, sin tendencias laterales. Sus brazos o ramas no se abren queriendo abarcar el horizonte y la luz. No. Se elevan, todos juntos, en apretado abrazo, como un haz de misterio, y en raras veces, parecen disponerse en espiral ascendente junto alguna torre de una iglesia, casi desafiándola con su creciente perennidad.
Con hojas que no mueren, desafían a los vientos y a las tempestades, a las heladas y a los ardientes veranos y el filósofo Orígenes dice que el ciprés es “un símbolo de las virtudes espirituales, pues desprende muy buen olor, el de la santidad” y se convierte en la esperanza de la vida en el más allá. Con su verticalidad figura un pilar, un axis mundi, uniendo Cielo y Tierra y simulando un camino para las almas liberadas de los lazos de la materia. Porque en su presencia, firme y segura, todo, sin embargo, se hace más leve, y el alma quiere asemejarse a él y como las figuras en los cuadros del Greco, elevarse hacia las alturas, estirándose como una llama. Desconocemos lo que querían decir los sabios chinos cuando afirmaban que si frotásemos los talones con su resina podríamos andar sobre las aguas. En Japón los fuegos rituales eran encendidos con maderas de este mismo árbol, y los cetros de los sacerdotes eran confeccionados con su madera, también usada en la construcción de sus templos. En el Palacio Imperial de Topkapi, en Estambul, hallamos mosaicos con la representación de siete cipreses, verticales como si fueran las cuerdas de la Lira que Apolo, convertido en viento, pulsaba sonriendo con la luz del cielo.

Y sin embargo es fácil encontrar, en casi todos los cipreses, una o más ramas díscolas, que se sustraen al hechizo de la vertical dignidad, y se dirigen hacia la luz, queriendo ser libres e independientes, fuera de la poderosa estabilidad que los sostiene. Más raro es encontrar varias de modo que podamos ver el proceso que vive esta rama con el paso de las decenas de años. Paseando con mi esposa y discípula Carmen, muchas veces nos hemos detenido frente a este árbol de la fotografía, cercano al jardín de casa y hemos comentado este hecho, que tantos ecos filosóficos hace reverberar en el alma: la necesidad de la espiritualidad y la disciplina y la unión como base de un crecimiento vertical, sin traumas dolorosos innecesarios. Finalmente me he decidido a escribir estas líneas, ayudado por sus notas sobre este árbol de uno de sus artículos, y de la fotografía que es testimonio de estas ramas díscolas del ciprés.
En ella podemos ver una rama que se está apartando de esta verticalidad, y otra que lo hizo antes y que aun desafía al tiempo, ya un poco más apartada de esa línea imaginaria que une el cielo y la tierra y que todos sentimos y deberíamos siempre respetar. Y antes, otra más grande que se curva bajo su propio peso, sabiendo que la Estrella Polar que reclama crecer al ciprés es ya inalcanzable, pues el camino se aparta, triste, más y más. Y la última que vemos, aunque unida al ciprés, muerta, o casi, sin savia, sin esperanza, que si crece es para ser golpeada por la tierra y así morir, contraria a su ímpetu y ley natural de ir hacia las alturas.
Todas las enseñanzas de los filósofos, sobre el sistema armónico como el de una pirámide de piedras o de almas, guardián de la unidad y la vida, reviven aquí, ante esta imagen. Y aunque cada uno es responsable de su propio crecimiento y de proteger el fuego, la fortaleza emana siempre de la unión, en que cada uno protege y es protegido, avanza guiado por el ejemplo y sirve de ayuda a quien avanza y crece, más necesitado. El deseo de cielo y de luz, el ímpetu de crecer, no es limitado por los que lo hacen junto a nosotros, sino que ésta es la salvaguardia para que podamos seguir haciéndolo. Quien con el orgullo se aparta de la vida que une –queriendo llevar la savia del árbol que es uno, y para todos, hacia donde dicta la soberbia, siempre díscola– se aleja del sustento, de la vertical, mientras el árbol sigue creciendo mes a mes, año a año, lento y solemne, y llega el momento en que el alma o la rama sucumbe, y muere y se lamenta en el fango de la tierra que ya no la sostiene, pues se la traga con sus negras fauces. Pues la tierra que sirve para la raíz, se convierte en enemiga de la rama díscola.
Y además, a quien le importa la rama díscola del ciprés, pues este sigue paciente y firme su camino hacia las alturas, cantando un himno silencioso a su Dios Apolo, el numen de la felicidad en la concordia.
Jose Carlos Fernández
Alcorcón, 3 de abril del 2021
Me ha gustado mucho, como todo lo que escribe Jose Carlos. Es un auténtico poeta.