En el año 1951 el filósofo Nilakantha Sri Ram, en su obra “El interés humano” escribió:
“En un mundo en que la mente común está siendo sometida a la presión constante de persuasión en tonos y voces en todos los diapasones imaginables, cada uno con una apelación a una forma u otra de gratificación e interés propio, el interés en los demás –en casos que afectan a su bienestar y felicidad- que es el interés humano, va tomando un lugar estrictamente subordinado e insignificante. El interés humano no es un interés que pueda ser fabricado, sino al que se le tiene que proveer con la atmósfera y el terreno apropiado para su desarrollo: el terreno es la experiencia y las relaciones de hombre a hombre, de las cuales nacen sus percepciones y realizaciones espontáneas. El individuo tiene que pensar y sentir aparte de las masas, no importa cuán limitada sea su capacidad, para poder vanagloriarse de un interés nacido de su corazón, que es el interés humano. Es este interés, cuando evidencia una capacidad de examen propio y profunda inquietud por los demás, de reflejar la intensidad de emociones nacidas de íntimos afectos y de sentir el dolor y la humillación de otro, por lo menos momentáneamente, como si fuera propia, lo que los genios de la literatura siempre se han deleitado en describir. La vida moderna, con su ritmo precipitado, concede poco tiempo para asimilarse con los estados mentales y emocionales de otras personas, excepto muy casual y superficialmente.”
Evidentemente, este proceso de egoísmo, codicia, insensibilidad y aun justificación de todo tipo de aberraciones y monstruosidades, se ha acelerado, haciendo peligrar no sólo a la integridad del ser humano, sino también la vida en la Tierra, quebrando su ritmo y armonía. Es el simple resultado de lo que este sabio hindú anunció más de medio siglo antes. Hasta el punto de que muchos científicos y pensadores hablan ya de la inevitabilidad de la “Sexta Extinción”, y ésta, a diferencia de las otras, no provocada ya por la Naturaleza, sino por el hombre, depredador de la misma, cuando abandona su equilibrio interno, su razón armonizadora, la luz de su propio discernimiento.
Es como si la Ciudad Celeste, la de los Ideales que justifican la naturaleza humana se alejase más y más abandonándonos en la oscuridad existencial y moral, convertidos en sombras fantasmales en un mundo sin principios ni finalidades, sin axiología moral de ningún tipo, sin teleología, una dirección de avance, un futuro de plenitud vital.
El panorama actual es sin duda muy turbio:
Con tensiones geopolíticas que amenazan con una guerra sin precedentes en la historia humana.
En el medio viscoso de las continuas mentiras de los “poderosos” y de los látigos de la propaganda, mentiras de quienes nos gobiernan que habrían sonrojado al más desvergonzado, pero que ahora son consideradas “ley de vida”, ¿no vivimos en la era de la post-verdad?
Con enfermedades mentales y angustias creciendo más y más en la mayor parte de los lugares de nuestro planeta, no importando el estrato social, la latitud o el clima.
Con atentados y crímenes contra la dignidad humana, en cualquiera de las edades: niños o esclavizados en trabajos degradantes o mimados y (o) abandonados moralmente, semilleros de futuros tiranos, esclavos o delincuentes; jóvenes drogados, desatados o atemorizados, sin ejemplos que seguir, infantilizados y avejentados al mismo tiempo, sin espíritu de aventura ni conquistas de alma, “carne” de opresión futura y de vacío existencial; personas maduras renunciando una y otra vez no sólo a sus sueños del alma, sino incluso a sus principios, avasallados por la amoralidad y desvergüenza del tiempo que vivimos; ancianos insatisfechos y abandonados, física y (o) moralmente, desconectados completamente de una sociedad a la que naturalmente enriquecerían. La muerte, ni pensar en ella, ¡lo más lejos posible! Hay que danzar, danzar y danzar con el loco presente, como en el cuento “La Peste roja” de Edgar Allan Poe.
Con una “industria del voluntariado” que engaña a los bienintencionados, los explota miserablemente, y reparte beneficios y poderes a los que no tienen escrúpulos morales de ningún tipo, y con la que, como hemos visto recientemente, se celebran orgías sexuales con niñas entre las ruinas de un país desolado por una catástrofe, y al que debían socorrer.
Con países rezando por el futuro, o sea, haciendo emisiones de deuda basura, con Instituciones endeudadas en más del 100% del Producto Interior Bruto, de modo que todas las fuerzas económicas de la nación permitirán apenas, y esclavizados de por vida, pagar los intereses de estas deudas, sin reformar infraestructuras, invertir en sanidad, educación, etc., sólo lo necesario para mantener esta “granja de cerdos”, productiva, como en la famosa novela de Orwell. Es fácil prever la implosión de los Estados Modernos –conectados en red, o sea, que caerán como las fichas de dominó-, que ya dejaron de ser dueños de sí mismos, de pertenecerse, y son títeres de los mercados, de corporaciones económicas e intereses bastardos y deshumanizados, un eslabón más de una cadena fatal que nos arrastra a una nueva Edad Media o Edad de Piedra.
Con el dinero, sucio, corruptor y pervertido, convertido en medida de todas las cosas; los mercados como la nueva voz de Dios; las religiones, decadentes, atanores del peor fanatismo e insensibilidad humanas; con ciencias prostituidas sin pudor; o con artes que nos hacen reír o llorar sin lágrimas. Pues éstas, que consagran la belleza y el terror sagrado de lo sublime, se han secado, o han desaparecido arrastradas por los vientos apestados de la locura y la estupidez, de la que somos víctimas y cómplices.
Es de este modo necesaria, imperativa, una revolución ideológica que nos devuelva el sentido de la vida, el valor del ser humano, la comunión con el alma de la naturaleza, la concordia y el sentido de trascendencia real. Que devuelva la luz a nuestra mirada, la objetividad a nuestras mentes, la fuerza de amar a nuestros corazones, el calor de vida a nuestras manos y la digna verticalidad y firmeza a nuestra postura, haciendo así una cruz generadora en relación al horizonte, es decir, el futuro, lo que nos espera.
Una revolución que es creadora, que no es violenta, ni destruye nada, pues lo que se tiene que caer y está “muerto” caerá sólo, por su propio peso, simplemente hay que alejarse y precaverse, para que no nos arrastre, lo que desde luego, no será fácil.
Una re-evolución, un retorno a lo válido, a lo esencial, a lo natural, al alma humana en paz y satisfecha de sí misma. Con ideas luminosas, vibrantes, poderosas, transformadoras, llenas de vida y optimismo. Que nos permitan “bogar en la tormenta” y, como dice el Quijote, dejar un rastro de oro y esperanza en un mundo de hierro y angustias.
Jose Carlos Fernández
Almada, 22 de noviembre del 2018
Dejar un rastro de oro y esperanza en un mundo de hierro y angustias.
Un millón de gracias, sus enseñanzas ponen luz en nuestras Almas y nos permiten seguir ese rastro de oro. Bendiciones…