Literatura

Prólogo al libro «El espejo de Isis: reflexiones de una filósofa», de Carmen Morales

Cuando Bertrand Russell en sus Principia Mathematica quiso hacer de esta Ciencia un derivado simplemente de la lógica formal y teoría de conjuntos, pronto vio su castillo de ilusiones en ruinas por las demostraciones de un Cantor o de Gödel, de que al final ésta, la Matemática, era un “lenguaje de”, un “espejo mental” de una realidad más allá. O sea, que en la misma o hay arbitrariedad o una apertura hacia el misterio y la intuición, pues diríamos nosotros, la matemática “humana” no es la “divina”, sino un intento de “aprisionar” ésta o simbolizarla con nuestras formas y estructuras mentales.

Con la vida sucede lo mismo, y es necesaria la alegoría, la reflexión desde la intimidad, la metáfora, para que las brisas del alma nos permitan limpiar el “espejo de la conciencia” y ver en él sus secretos. Y ante todo un ejercicio de sinceridad, de sinceridad bella y pura con que poder hablar desde y al corazón. Vivimos en un laberinto creado con los muros de nuestra cobardía, de nuestras máscaras, de la falta de autenticidad, de la acumulación caótica de lo que orgullosamente ignoramos. Ahí, en medio de ese mundo en ruinas -dentro del mismo corazón yerto- protegemos y ocultamos a nuestro yo-animal rabioso contra todo y todos, enemigo de la música de la vida que fluye canta y tienta a su alrededor.

Este libro, que lee en el alma de su autora es tal diálogo mismo de sinceridad. Es una rebelión contra todo tipo de máscaras, contra las posturas artificiales del idiota que presume haber llegado a no sabe dónde, como el loco que tuviera una piedra en la mano y la ofreciera a los viandantes como una manzana; una rebelión contra tópicos típicos de la superficialidad, contra artificios-monstruos que nos impiden hablar al otro de corazón, o simplemente comulgar en su presencia silenciosa. Y esta rebelión contra las telarañas envenenadas de las mentiras no es porque se oponga a ellas. No, simplemente la pureza y sinceridad del alma, el amor y la sabiduría, es como una llama que danza y quema, casi sin darse cuentas de que estos engendros estaban ahí. Como la luz del amanecer que disuelve con su cálida sonrisa los jirones de niebla. No es a golpes como la luz extingue la oscuridad, es por su propia naturaleza.

Es fácil leer este libro de principio a fin, como el que bebe un agua cristalina que sacia la sed. Hay en él belleza; humildad; esperanza; certeza en que lo mejor de la naturaleza humana será capaz de hacer puentes y pasar los abismos; hay gracia, chispa y sal. Sus ritmos e imágenes mentales, y la vida que corre en ellos es un viento de amor que nos despierta fácilmente a todo lo justo, a todo lo noble, a todo lo bueno: es música del corazón, y no acepta otro tribunal que este mismo, en su sencillez y pureza, en su sabiduría heredada de millones de años, y en su luz hermana de infinitud de las estrellas.

Varias veces a la autora no le queda más remedio que evocar el encantamiento de una poesía, para que desde su reino dé voz a sus estados del alma. Necesito hacer lo mismo. Hay un poema que la primera vez que lo escuché de sus labios (¡que afortunado soy!) sentí que el alma de esa poesía era ella. No que ella fuera a quien este poema estaba dirigido, sino que ella era quien hablaba a través de este poema, que ella era el poema, “los brazos del amor que siempre espera”. A quien lea el libro le va a ser fácil entenderlo. Termino entonces este prólogo con este poema, que es de Pablo Neruda:

AMIGA, no te mueras.
Óyeme estas palabras que me salen ardiendo,
y que nadie diría si yo no las dijera.

Amiga, no te mueras.

Yo soy el que te espera en la estrellada noche.
El que bajo el sangriento sol poniente te espera.

Miro caer los frutos en la tierra sombría.
Miro bailar las gotas del rocío en las hierbas.

En la noche al espeso perfume de las rosas,
cuando danza la ronda de las sombras inmensas.

Bajo el cielo del Sur, el que te espera cuando
el aire de la tarde como una boca besa.

Amiga, no te mueras.

Yo soy el que cortó las guirnaldas rebeldes
para el lecho selvático fragante a sol y a selva.
El que trajo en los brazos jacintos amarillos.
Y rosas desgarradas. Y amapolas sangrientas.

El que cruzó los brazos por esperarte, ahora.
El que quebró sus arcos. El que dobló sus flechas.

Yo soy el que en los labios guarda sabor de uvas.
Racimos refregados. Mordeduras bermejas.

El que te llama desde las llanuras brotadas.
Yo soy el que en la hora del amor te desea.

El aire de la tarde cimbra las ramas altas.
Ebrio, mi corazón, bajo Dios, tambalea.

El río desatado rompe a llorar y a veces
se adelgaza su voz y se hace pura y trémula.

Retumba, atardecida, la queja azul del agua.
Amiga, no te mueras!

Yo soy el que te espera en la estrellada noche,
sobre las playas áureas, sobre las rubias eras.

El que cortó jacintos para tu lecho, y rosas.
Tendido entre las hierbas yo soy el que te espera!

Jose Carlos Fernández
Almada, 17 de agosto del 2019

 

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