“Y si cada religión dio tanto a tantos en su momento histórico, ¿qué no dará una mística fuerte y libre en esta Era Espacial? No basta con que el hombre sea poderoso, hace falta que sea mejor. No basta que conquiste nuevos mundos; urge que se reconquiste a sí mismo.”
Artículo “La Era Espacial” de Jorge Ángel Livraga (1930-1991)
Podemos decir, poéticamente, que si las religiones, en sus diferentes momentos históricos y psicológicos, otorgaron formas para que el ser humano pueda conducir moralmente su vida y dirigirse hacia lo divino; la mística es la llama espiritual en el corazón mismo de nuestra humanidad, aquella que del mismo modo que se eleva hacia lo alto, nos hace mirar hacia las estrellas y saber que de misteriosa manera nuestra verdadera Patria es su Eternidad, que somos sus hijos, y que un misterioso encanto nos retiene aquí, en medio de mil vicisitudes, alegrías y castigos:
¿Para crear, actividad en la que hay un retorno al cielo, liberándonos de las ataduras de la materia, siendo de nuevo como el fuego? Sí
¿Para redimirnos y purificarnos de cuantas ausencias y fallas nos han apartado del Camino de la Vida, con mayúsculas, y hemos generado innecesariamente dolor a los otros y a nosotros mismos, hemos, en fin violentado nuestra armónica circunstancia? Desde luego
¿Para experimentar y aprender, para ensayar nuestros verdaderos poderes del alma, para comprender cada vez más profundamente el sentido de lo que nos rodea, para amar y ser amados, o sea, para entrar en la corriente del amor y con ella ir recorriendo otra forma de Eternidad, pero ésta ya no inmóvil sino fértil, dinámica; y para así, de la plenitud que somos y de la plenitud que no somos hacer una electricidad vital por la que nos hacemos cada vez más buenos, más sabios y más justos, arrancándonos con esta danza incesante, de la esterilidad agónica de nuestro egoísmo? Ciertamente, y somos testigos de ello cada día, cada hora, en la medida que nos sentimos crucificados en medio de nuestras limitaciones y en el fango de nuestras inercias, que nos acompañan también, cada día, cada hora y cada minuto.
Y ciertamente este “misterioso encanto”, necesario, al que los hindúes llamaron Maya –palabra que su filosofía identificó con la “ilusión”, pero que significa, en realidad, “poder creador”-no nos impide mirar a las estrellas y querer ser una flecha lanzada a su Eternidad sin Cambios, lo más semejante a lo Real que podemos imaginar. Y en esta voluntad, más allá de que una religión nos lleve de la mano o no – y queramos avanzar con nuestros propios pies- hay mística. La mística es, en los seres conscientes, el anhelo de lo infinito. Y ciertamente que desde esta perspectiva hubo mucho de mística en la aventura de llevar al hombre al espacio, en los programas Mercury (1961-1963), Gemini (1964-1966) y finalmente en las expediciones Apolo (1966-1972). Mística no pura, sino con ciertas tendencias materialistas, mecanicista, sólo hacia fuera –lo que es ya engaño sin el complemento de lo interior, como es también engaño y fantasía lo interior sin el otro plato de la balanza de lo exterior, de las obras, de los ejemplos de vida- sin duda, pero mística, anhelo de infinito, de abarcar a la Tierra de un solo abrazo, como madre, y mirar la negrura infinita de lo desconocido, como padre, como el símbolo más perfecto del Destino, de la voluntad inmarcesible que lo gobierna todo. Y evidentemente este enorme esfuerzo en su momento, de la humanidad entera (liderados desde la década de los sesenta por Estados Unidos), que permitió salir al espacio y en sus negros aparentes desiertos, ver la Tierra como un oasis de vida, y pisar la Luna; ha producido en al alma humana –en su mente y en su emotividad- importantes transformaciones. Una nueva visión del mundo, de la humanidad y de ella misma y sus capacidades. Como dijo el profesor Jorge Ángel Livraga en el artículo mencionado de “La Era Espacial”, escrito muy poco tiempo después del primer alunizaje:
“Todos estos eventos repercutirán de alguna manera en las estructuras mentales, psicológicas y objetivas de las organizaciones humanas. Es probable que muchas cosas que parecen hoy muy importantes, ya no lo sean tanto, y que nuevos campos se abran inesperadamente al interés humano. Lo único seguro es que sobrevendrá un cambio, aunque sea difícil definirlo.”
En el filme Agora de Alejandro Amenábar, sobre la filósofa matemática Hipatia de Alejandría, una de las escenas más impresionantes es cuando se contrasta la agitación, bullicio y caos de la sociedad romana en ruinas, y el silencio de la noche estrellada, la Tierra vista a distancia desde el espacio exterior. El primer astronauta en hacer una misión fuera de la nave (EVA) mientras orbitaba la Tierra, en medio de sus tareas, y de modo no planeado (siempre es mejor así), pudo quedarse a contemplar nuestro planeta, flotando en perfecto silencio y gravedad cero y recorriéndola a gran velocidad. Cuando se le ordenaba volver a la nave, retrasaba la ejecución de dicha orden, hasta que ésta fue imperativa, y al entrar dijo que hacerlo fue el momento más triste de su vida. Varios más expresaron sensaciones semejantes, como si esta experiencia fuera la más parecida a cuando el alma sea libre del cuerpo, tras la muerte y podamos –si es que esto sucede así- elevarnos hasta donde de una sola mirada se contempla la Tierra entera y es como si pudiéramos abrazarla. Esto es mística natural, sin necesidad de una u otra religión, pertenece a lo más profundo de la naturaleza humana, a aquello que la enlaza con lo divino, a la vivencia de símbolos que conforman lo que podríamos llamar una religión natural, la que brota como un canto de vida en la voz de los verdaderos poetas, o la que se eleva como un templo de Ideas en el horizonte, en los verdaderos filósofos. La vivencia de mirar la Tierra entera desde las alturas y sentir la presencia de toda la vida que palpita en ella la encontramos varias veces en los textos clásicos griegos y romanos. Y no sabemos si se refieren a esta visión desde el ojo de la inteligencia, y haciendo un razonamiento sobre las distancias estelares en comparación con las medidas de la Tierra; o es que realmente en las Escuelas de Misterios, en las que muchos de estas figuras excelsas penetraron, hacían prácticas que permitían vivir – “fuera del cuerpo” evidentemente- esta situación. El emperador filósofo Marco Aurelio, con dolores infernales de estómago, se queja, con humildad de en qué puede él envanecerse, pues siendo gobernador de todas las extensiones y gentes hasta donde abarcaban las fronteras romanas, la Tierra entera es mucho más grande, pero a su vez es una esfera en el espacio, y un punto ínfimo, invisible desde las lejanas estrellas. Platón en el llamado mito de Er expresa el proceso de encarnación de las almas y dice a las claras que los habitantes de este planeta no moramos en su superficie sino en su interior, pues la atmósfera es como su piel. En el prólogo a las Cuestiones Naturales de Séneca encontramos la siguiente descripción, tan perfecta de cómo es la Tierra vista desde lo alto, que se nos hace difícil pensar que lo ha inducido de sus conocimientos de astronomía y geografía y que no ha pasado por la experiencia de ver la Tierra desde lo alto, realmente. Quizás así lo hizo en su Iniciación en el templo egipcio de Abatón, una de las “tumbas de Osiris”, junto al Templo de Isis en Philae.
“La plenitud y consumación de la felicidad para el hombre consiste en alejarse de todo lo malo, elevarse y penetrar en el seno de la naturaleza. ¡Cuánto agrada desde en medio de los astros entre lo que vaga su pensamiento, mirar con desprecio las grandezas de los ricos y la tierra entera con todo su oro (…) Para desdeñar esos pórticos, esos artesonados resplandecientes de marfil, esos bosques recortados, esos ríos obligados a pasar por palacios, necesario es haber abarcado todo el ámbito del mundo, y dejado caer desde lo alto una mirada sobre este pequeño orbe terráqueo, cuya mayor parte cubren los mares, y la que sobresale, helada o abrasada, ofrece espantosas soledades. ¡He aquí, se dirá el sabio, el punto que tantos pueblos se disputan con el hierro y el fuego! ¡Qué ridículos son los confines humanos! (…) Un punto es este en que navegáis, en que trabáis guerras, en que distribuís imperios, exiguos, aunque no tengan otros límites que los dos Océanos. Allá arriba existen espacios sin término, a cuya posesión se admite nuestra alma, con tal de que solamente lleve consigo la parte más pequeña posible de su envoltura material, y que purificada de toda mancha, libre de toda traba, sea bastante ligera y bastante parca en sus deseos para volar hasta ellos.”
El escritor norteamericano Norman Mailer (1923-2007), designado por la revista Life para cubrir como periodista la llegada del Hombre a la Luna (reportaje que luego completó, editándolo en forma de libro, con el título de Moonfire), con su sensibilidad tan depurada (sensibilidad franca y sincera, aunque a veces, en mi opinión, un poco extravagante o incluso zafia, de tan sin tapujos de ningún tipo) describe la atracción del ser humano por las alturas, por las estrellas, una comunión con el Universo, o con el todo al cual pertenecemos. El cuadro que traza es realmente el de un filósofo natural o incluso un místico, y es el que movió a toda una generación, para salir físicamente del estrecho abrazo de la Tierra (o sea, de su gravedad) y dar el primer paso hacia el infinito. Describe a los astronautas, los valientes “caballeros del espacio” como hechos de hierro meteórico, por su voluntad de vencer y conquistar, más allá de toda dificultad, que iban superando paso a paso:
“Meditando en ideas científicas que llevaban años sin pasarle por las mientes, se sintió sorprendido por el descubrimiento de que “cualquier pedazo de hierro que recoja uno de la tierra, tiene, con toda posibilidad más de cuatro mil millones y medio de años porque ha formado parte del interior de algún astro […] Si es cierto que hay hierro en el interior de los astros, también lo es que el hierro con sus moléculas alineadas en una dirección es la sede misma del magnetismo. Esto parecía indicar alguna relación íntima entre los astros de las más lejanas nebulosas y el movimiento del hierro asido por la mano humana. Pero además, había siempre, en la fuerza del más pequeño de los imanes, una sensación tan íntima de alguna agitación en lejanos dominios como la vaga alusión marina que se oye en la caracola que se ha llevado uno al oído.
Pero hablamos del hierro de los astronautas. ¿Qué se puede hacer con esa metáfora? El hierro, en su estado definitivo, cortado y pulido, es un material de gran fuerza y resistencia, con una superficie prácticamente impenetrable, de apariencia reluciente, flexibilidad limitada y que ha de ser conservado en estado de aislamiento de la corrosión atmosférica, de ordinario por una fina capa de petróleo. Los astronautas son hombres de gran fuerza personal, moral y física, cortados y pulidos hasta no poderse pedir más tras años de entrenamiento, las profundidades de su carácter se ocultan gracias a la impenetrabilidad de sus superficies personales […] Se trataba de que los astronautas tenían el núcleo de alguna fuerza humana magnética llamada norteamericanismo, patriotismo o aburguesamiento [?], y si eran, en último término, los hombres que, de todos los seres humanos, fueron los que dieron el primer paso hacia las estrellas, ¿quién puede afirmar que no era el primer paso de regreso a las estrellas, el primer paso de vuelta a ese misterioso interior material de los astros, ese hierro de comunión de orígenes cósmicos? Más aún, ¿quién podría mostrarse absolutamente seguro de que los astronautas no eran hombres forjados finalmente con algún poderoso equivalente en la sangre del hierro estelar (pero, de hecho, hay hierro entre los ingredientes de la sangre), hombres creados como resultado de un impulso tan hondo que la metáfora del hierro adquiere un nuevo interés? Quizás lleguemos a tener que creer en la idea de que los astronautas, norteamericanos extraños, plastificados, capaces de comunicación sólo a medias, podrían aún llegar a ser la espina dorsal contra la que la electricidad rompe y restaura la resonancia de las estrellas.”
Igual que en el Hamlet leemos el pavoroso discurso del “ser o no ser”, a veces nos preguntamos aquí también si este esfuerzo colosal, fáustico, es un acto de liberación de los poderes de la materia (o sea, divino, que arde como el fuego y da luz), o un acto del más sutil de los egoísmos, es decir, un acto de soberbia; de “aquí estamos los seres humanos, que habiendo dominado la Tierra ahora expandimos nuestra voluntad a los astros, y que habiendo extenuado nuestro planeta, como un virus, cuando éste ya no sea habitable o no nos interese, iremos a otro a devorarlo; pues el objetivo no es conocernos a nosotros mismos, conquistarnos a nosotros mismos, comprender y armonizarnos con todo lo que el destino sitúa alrededor nuestro, sino vencer, dominar, someter… exterminar”. Y algo de verdad hay en ello. Quizás en esta “Conquista del Espacio” viajaban estas dos fuerzas, y ambas en el corazón humano laboraban, en la intimidad de los mismos científicos, los ingenieros, y en los anhelos ocultos mismos de los astronautas. No deja de ser una extraña casualidad que el Módulo Lunar de la Apolo IX fue “la araña” uno de los nombres del yo egoísta, pero en realidad a lo más que se parece es a un virus bacteriófago; y el nombre del módulo lunar del Apolo XI fue el Eagle, el Águila, pero con la misma forma de virus bacteriófago del módulo anterior. Y aunque esta forma fuera la más funcional, la más apropiada, parece que misteriosas fuerzas del oscuro inconsciente nos delatan.
Norman Mailer dialogando consigo mismo y con el lector, se pregunta si este engendro -la conquista del espacio, el gigantesco Saturno V elevándose en una llamarada, la humanidad misma “violando” a la casta Luna y ensuciándola con sus detritos- es un engendro divino o diabólico. ¿Soberbia norteamericana, o realización de sueños divinos, de ideales? Dice en su Moonfire:
“El país había sido virgen en otros tiempos, un continente casi vacío, con lavanda y naranja en las rocas, rosa en el cielo, un aura de azul en la profunda selva verde, y ahora, en menos de cuatro siglos, los bisontes habían desaparecido, y los indios también; los pantanos estaban desecados; el aire apestaba a fuerza de humos y emanaciones de hombres y máquinas. Mientras estábamos componiendo canciones a la Luna y echando a los indios hacia sus reservas, ¿nos preparábamos quizás, para ir a la Luna como inducidos por cierta honda autoconfesión de haber matado ya la fuente misma de la vida de la Tierra? Y a pesar de todo, la Luna, en apariencia al menos, sabía más sobre la enfermedad y las emanaciones deletéreas que el leproso más viejo de la Tierra. “¿En qué se puede soñar? –decía la Luna-. He sido golpeada de una manera increíble, ¿y ahora, encima, queréis violarme?”
Volviendo a la mística y religión de estos primeros viajes espaciales fuera de la Tierra, vemos la oposición entre:
- ¿La mística natural? de todos los consagrados a la eficacia de una misión que los trascendía, con una entrega total, la convergencia del trabajo de 400.000 profesionales lanzando a la aventura a estos idealistas “caballeros del espacio”, y sintiendo quizás el Destino, la llamada de Dios corriendo en su sangre y en sus esfuerzos; y
- el proselitismo de las viejas religiones, queriendo cabalgar o monopolizar este esfuerzo colosal o dejar su sello de “yo soy la mejor” o “yo soy la única religión verdadera”, o “es hacia mí y lo que yo digo que apuntan todos estos rayos verdades universales”, o sea, el más sutil y también sombrío de los egoísmos.
Hubo una polémica agitada al respecto con la misión Apolo 8, la primera que orbitó la Luna. Después de tres días de viaje, y en una transmisión televisada en Nochebuena, que oyeron mil millones de personas, los tres astronautas, Frank Borman, James Lovell y William Anders se fueron pasando una Biblia para leer durante varios minutos las primeras páginas del Génesis. Luego serían procesados judicialmente por hacer propaganda religiosa, pues dada la naturaleza de librepensamiento de Estados Unidos estaba prohibido que nadie, y menos la NASA, usara ese palco, el más grande de la historia en ese momento, para hacer proselitismo. La versión oficial de que el jefe de la tripulación le dijo al comandante que dijera lo que quisiera, que tenía tres minutos, justo en la Nochebuena y éste no sabía qué decir, qué leer y se le ocurrió en el último momento abrir la Biblia (qué casualidad que la llevase, cuando de cualquier objeto que se lleve, el coste de subirlo al espacio y traerlo, es superior a su peso en oro o casi) es poco creíble. En la expedición Apolo 11, Buzz Aldrin- el segundo de Neil Armstrong- más religioso que místico, comulgó y bebió el vino de la misa, y rezó, en el módulo lunar justo después de éste posarse en la Luna. Pero debido a las denuncias y al escándalo del Apolo 8, lo hizo a modo privado, sin aviso previo y sólo pidiendo permiso al comandante, a Neil Armstrong, que evidentemente se lo dio. Pero ya se encargaron los que habían enviado a Buzz Aldrin de misionero y propagandista (no la NASA, desde luego), a él, a uno de sus secuaces (en su significado de “seguidores”, claro) que la noticia trascendiera y se supiera rápidamente en todo el mundo. Como diciendo, anunciando con trompetas apocalípticas, “el primer acto religioso celebrado en la Luna ha sido el de la Iglesia Presbiteriana”. Quizás incluso todos los esfuerzos subrepticios que hizo Aldrin para ser nombrado el primero de la expedición Apolo XI en pisar la Luna tuvieran algo que ver con esto. Pero no, el primer acto religioso no fue esta ceremonia adulterada por la propaganda. El primero fue el de la religión natural, o sea, la buena voluntad y eficacia de centenares de miles de personas trabajando en el mismo sentido y buscando algo que no es utilitario, sino trascendente, no egoísta sino generoso. El primer acto religioso en la Luna fue la abierta bandera de honestidad de alma de Neil Armstrong, cumpliendo una misión histórica, y haciendo que la Humanidad diera un paso más en su evolución. Pues además, la religiosidad en este “primer hombre” era natural, profunda, deísta, y por tanto con la vivencia más pura de los deberes. Si fue llamado “ateo” o incluso se extendió el bulo de que se había hecho musulmán al pisar la luna (¡¡¡???), o tantos otros rumores absurdos (“fake news” los llamamos ahora), es por su impenetrabilidad, que era como la del diamante. Y es por ella, y por su determinación, venciendo todo obstáculo, como el acero; y por su honestidad, luminosa y dúctil como el oro, que hablamos de mística y religión natural. La que nada reclama ni de nada presume, pero brilla naturalmente en el corazón humano; nada se atribuye a sí misma, sin aspavientos, pero se abre naturalmente al infinito con un sentido de hermandad con todo lo que existe y alienta, pues es la luz y magnetismo que mantiene unido al Cosmos, en su plenitud.
Jose Carlos Fernández
Córdoba, 27 de diciembre del 2018