Historia

«La Edad de la penumbra», de Catherine Nixey

Hace unos meses leí, en un solo día- tal fue el interés que despertó- “La Edad de la Penumbra”, un ensayo de la historiadora Catherine Nixey, sobre los primeros siglos del Cristianismo. Y sobre cómo la ignorancia, fanatismo y obsesiones de todo tipo de sus fieles (que a partir de Ambrosio de Milán comenzarían a adorar huesos como si fueran ídolos), arruinó, destruyó, o más bien pulverizó al Imperio Romano y su cultura helenística, ya en pleno ciclo de vejez y decadencia.

Este libro ha causado conmoción y encendidos debates entre los que idealizan estos primeros siglos de crímenes cristianos y los que ya han estudiado bien este periodo histórico y sabían de estos desmanes, hábilmente ocultados al gran público (no a los especialistas) durante mil quinientos años.

En una entrevista Catherine Nixey dice que “los cristianos arrasaron al mundo pagano” como un cáncer, con su obsesión irracional por el fin del mundo y con su desprecio a toda moderación y clasicismo (con algunas benditas excepciones en algunos, pocos, Padres de la Iglesia).

Algo semejante a esta controversia es la que originó el filme “Ágora” de Alejandro Amenábar sobre el asesinato de la filósofa Hipatia, bajo las órdenes del luego santo Cirilo de Alejandría (que no sólo asesinó a Hipatia sino a miles de judíos en Alejandría, expulsando a toda la comunidad hebrea de esta ciudad, un cuarto de su población aproximadamente, o sea, más de cien mil). Este filme, “Ágora”, a pesar de las feroces críticas recibidas desde todas las facciones irreconciliables del Cristianismo, es bastante fiel a los hechos y al espíritu de la época en no sólo la ciudad de Alejandría, sino en todas las provincias del Imperio Romano. “Con la Iglesia topamos, amigo Sancho”. Por haberlo hecho, “apedrearon en la plaza pública” al cineasta y vetaron la distribución en toda América de esta película, para ellos odiosa. ¡Claro nada es más doloroso que la verdad!

Durante varios siglos oímos la absurda versión de que en realidad el Cristianismo salvó al Mundo Clásico y la prueba misma estaba en Roma donde se habría guardado el saber teórico y práctico y la organización teocrática de mil años antes. Y que fue gracias a los Padres de la Iglesia primero, y después de la Orden Benedictina, que la sabiduría de Platón, por ejemplo, llegó hasta nosotros.

Voltaire, con sus aceradas ironías y escepticismo desmembró esta engañosa propaganda, en un esfuerzo de objetividad y haciendo además Filosofía de la Historia, término que él mismo acuñó. Por ejemplo aunque en su época se decía que el emperador Constantino había sido santo y piadoso; y el emperador Juliano, su sobrino, apóstata, un demonio renegado y enemigo de la condición humana, él demostró, mirando objetivamente los hechos, que en realidad era todo lo contrario. Que el primero era un asesino sin escrúpulos y el segundo un filósofo, de mentalidad ecléctica y abierta, y que no hacía más que derramar bienes, sensatez y concordia allá por donde iba, y fue, precisamente asesinado por los cristianos, hecho que ellos no negaron, ¡era un monstruo y tal magnicidio estaba así justificado! Atribuyeron incluso a San Mercurio de Cesárea esta hazaña, aunque este mártir ya habría muerto un siglo antes. Según ellos, este santo cuyo martirologio se celebra el 25 de noviembre, aunque cadáver, se alzó en pie desde su tumba, montó a caballo, no sé si auténtico, cadáver o espectral, recorrió cientos de kilómetros, ejecutó al emperador filósofo, su enemigo y a quienes insultaron como apóstata, y luego volvió a su sarcófago, a disfrutar la paz prometida hasta la “llegada del fin de los tiempos”. ¡¿Vaya, ésta es la lucidez y racionalidad que salvó al mundo clásico bajo los estandartes del Lábaro?!

El orador Libanio, que fue amigo del emperador Juliano, se queja amargamente en sus discursos, preguntándose por qué, habiendo ya pasado más de diez años desde el regicidio, no se había hecho una investigación criminal, cuando aún había muchos testigos vivos de lo que había sucedido y que habrían aclarado qué pasó en realidad! Leer los llamados “Discursos Juliáneos” de este orador, además de los discursos escritos  por el mismo Juliano, es verdaderamente el mejor modo de conocer –y casi el único[1]– a este emperador filósofo que dio el último resplandor heroico y de ecuanimidad al Imperio Romano. A partir de ahí, según la profecía, las Águilas Romanas huyeron, retornando a Oriente, y lo que quedó de Roma fue un cadáver en descomposición: el fin de la libertad de pensamiento, del orden y la concordia, de la razón orgánica, armonizadora, y la llegada de la razón tumultuosa, generadora de pasiones insensatas y ciegas, y de odios contaminantes de la verdadera naturaleza humana.

Catherine Nixey no ha incluido en el libro, y bien podría haberlo hecho, pues enseña de modo muy claro las dos visiones del mundo, opuestas, una comparación entre un discurso del emperador Juliano y otro de Gregorio Nacianceno, de la misma época y en relación al mismo asunto.

Cuando Juliano entra en Antioquía (362 d.C.), la quiere convertir en una ciudad de mármol, y hacerla capital oriental del Imperio (contrarrestando, quizás, así la influencia de Constantinopla), para desde allí, combatir al Imperio Persa. Pero los siete meses de estancia en esta ciudad no fue un lecho de rosas, sino de espinos. La ciudad estaba muy cristianizada, por un lado, y entregada a los placeres por otro, algo que chocaba con el carácter filosófico y estoico del emperador. Le criticaron[2] por no asistir al teatro y a los juegos, y por rechazar abiertamente los espectáculos degradantes, por prohibir una fiesta orgiástica, el Maiuma, que se celebraba en Dafne, y con un gran número de participantes y seguidores. “Sus sentencias, inmunes al favoritismo e inapelables, causaron más descontento que gratitud, a pesar de que incluso, los escritores hostiles a Juliano reconocen su ecuanimidad”. Además los curiales boicotearon su decreto de precios máximos, para continuar sus prácticas fraudulentas. Los cristianos, furiosos por el retorno y el nuevo fervor de las viejas prácticas de la religión romana, incendiaron el Templo de Apolo en Dafne y destruyeron altares, buscando el martirio, trampa que el emperador siempre quiso evitar.

Finalmente se propagaron libelos acusatorios y mordaces en lugares públicos, insultando su celo religioso y aún su barba de filósofo. Juliano, en vez de responder con violencia, escribió su famoso “Misopogon” (literalmente “contra el hombre de la barba”), expuesto públicamente en febrero del 363. En este discurso bromea sobre su barba, y reprocha su ingratitud a esta ciudad. Anuncia que nunca más pisará Antioquía (ese sería su único castigo) y que regresará de la campaña persa –en que sería asesinado- pasando por otra ciudad. Comparemos la ecuanimidad de su “carta a los ciudadanos de Antioquía” con el discurso contra Juliano de Gregorio de Nacianceno, escritos dos años después de la muerte de éste.

Del Padre de la Iglesia Gregorio de Nacianceno:

“Pueblos, oíd mis palabras, cuantos habitáis la tierra, escuchad mi discurso; a todos os llamo como desde una montaña situada en medio del mundo, desde la cual resonase mi voz hasta las extremidades del universo!… El que ha muerto no es el rey de los amorreos, ni de Og, rey de Basán, débiles príncipes que oprimían la pequeña tierra de Judea; sino la tortuosa serpiente, el apóstata, aquel peregrino ingenio, aquel azote de Israel y del mundo, cuyo furor dejó por todas partes profundas huellas, cuya insolente lengua osó levantarse contra el Altísimo… Reanimáos, cenizas del gran Constantino; y si en la tumba conservas algún sentido, escucha, alma heroica, mis palabras. Levantáos a mi voz, todos los que gobernasteis el imperio, fieles siervos de Jesús. ¡Oh! Cuánto se engañó el príncipe que superó la gloria de sus antecesores[3]; cuánto se engaña en la elección de su sucesor! Siendo cristiano, alimentaba sin conocerlo el más encarnizado enemigo de Cristo, y su ciega y engañada beneficencia se derramaba sobre el que menos lo merecía entre los hombres. Así, todo lo que se llama poder, ciencia del siglo, procede a ciegas; y cuanto se aleja de la verdad, va pronto o tarde a estrellarse contra ésta.” (…)

“No conocía [Juliano], con toda su perspicacia, que si las persecuciones anteriores habían producido tumultos pasajeros, el Cristianismo dominante no podía abatirse ya sino trastornando todo el imperio, suscitando espantosas revoluciones y exponiéndolas a calamidades tales, que apenas se atreverían a figurárselas los enemigos más encarnizados del nombre romano”

Vaya, esta última afirmación es directamente una amenaza de terrorismo, al más puro estilo yihadista, para quien impida la expansión de esta nueva creencia. Semejante afirmación en los más de cincuenta millones de musulmanes en Europa haría temblar a los que dirigen los destinos de esta discordante unión de naciones que llamamos Europa.

Por lo demás el estilo de este autor es apocalíptico, soberbio, arrogándose una autoridad como si estuviera hablando directamente en nombre del Altísimo, irracional, desmedido, injusto y claramente incitando al odio.

Veamos algunos fragmentos del discurso de Juliano, después de todas las afrentas que sufrió, y su moderación, aun cuando él sí tenía poder real para castigar legítimamente las ofensas, a quienes las habían ejecutado o a la ciudad misma, degradando se categoría jurídica a la de una simple aldea, tal como expresa, preocupadísimo Libanio, que era el orador Antioquía.

Como dice Edward Gibbon en su “Historia de la Decadencia y Ruina del Imperio Romano”, Juliano descubre su carácter con aquella naturalidad, aquella sencillez, que constituyen siempre un talento verdadero”

Después de burlarse de sí mismo al respecto de su barba y la enemistad que provocaba, algo que dudo que Gregorio de Nacianceno nunca hiciese, burlarse de sí mismo, y de explicar el por qué de sus actos y las intemperancias de todo tipo que tuvo que sufrir en Antioquía, al final se culpa a sí mismo y no a los otros de sus males, algo que también sería difícil que hiciera el tal Gregorio de Nacianceno, pues para ello hay que ser un filósofo, de verdad:

“(…) Cantaré[4] para las Musas y para mí mismo. Pero el canto está hecho en prosa y contiene muchos y graves insultos, no dirigidos a otros, por Zeus -¿cómo sería posible si la ley lo prohíbe?-, sino al propio autor y escritor. Pues ninguna ley impide escribir contra sí mismo elogios o censuras. Alabarme a mí mismo, sin embargo, aunque lo deseo vivamente, no puedo; por el contrario puedo censurarme en mil cosas, empezando en primer lugar por mi cara. Pues a ella, que por naturaleza no es ni demasiado hermosa ni de rasgos distinguidos ni juvenil, por mi mal carácter y mal humor, yo mismo le he añadido esta espesa barba para castigarla, al parecer, no por otro motivo que por no  ser bella por naturaleza. (…) Vosotros decís que habría que trenzar maromas con ella y estoy dispuesto a proporcionárosla, con tal solamente de que seáis capaces de tirar y su rudeza no dañe vuestras delicadas y blandas manos. Y que nadie crea que me enfado por esta chanza. Yo mismo doy motivo con esta barba de macho cabrío, cuando podría dejarla lisa y afeitada como la tienen los hermosos muchachos y todas las mujeres a quienes por naturaleza corresponde lo amable. (…) Y si queréis enteraros también de algo íntimo, mi pecho es velludo y espeso como el de los leones, que son los reyes de los animales, y tampoco me lo depilé jamás por mi mal humor y vulgaridad (…) No contento con tener un cuerpo así, llevo además un tipo de vida muy duro. Me prohíbo a mí mismo los teatros a causa de mi estupidez y no admito dentro de la corte espectáculos, excepto en el primer día del año, a causa de mi insensibilidad, como un pueblerino que de su escaso peculio ingresase el tributo o pagase los impuestos a un amo poco indulgente. (…) Pero esto es mi vida exterior y significa sólo una pequeña parte de mis ofensas a vosotros. Pero, ¿y mi vida privada? Las noches en vela en mi jergón y una comida que no me sacia en absoluto agrian mi carácter y lo hacen enemigo de vuestra voluptuosa ciudad. (…) De esta manera, incluso entre los celtas, yo mismo me impuse fatigas como el díscolo de Menandro. Pero si  la rusticidad de los celtas las soportaba fácilmente, las odia como es natural una ciudad feliz, bienaventurada y muy habitada, en la que hay numerosos bailarines, numerosos flautistas, más mimos que ciudadanos y ningún respeto para sus gobernantes. Envejecer, en efecto, es propio de cobardes, pero lo propio de hombres tan valientes como vosotros es andar en orgías desde la aurora, vivir placenteramente toda la noche y mostrar que despreciáis las leyes no sólo con palabras, sino con hechos; pues las leyes son temibles por los gobernantes, de modo que quien injuria a un gobernante, ése, además, pisotea las leyes. (…)

En cuanto a los insultos que en público y en privado me habéis arrojado burlándoos con vuestros anapestos, tras acusarme yo mismo os permito utilizarlos con  mayor franqueza todavía, porque por ello yo nunca os voy a hacer nada malo ni os voy a degollar ni a golpear, ni a atar, ni a encerrar, ni a castigar. ¿Cómo podría hacerlo? Puesto que el mostrarme junto a mis amigos virtuoso os ha parecido la cosa peor y más desagradable de ver y tampoco os he mostrado ningún bello espectáculo, he decidido abandonar esta ciudad y marcharme, no convencido de que voy a agradar totalmente a aquellos hacia los que me encamine, sino porque me parece preferible, si no llego a parecerles un hombre de bien, hacer participar a todos por turno de mi desagradable carácter, en vez de agobiar a esta feliz ciudad con el mal olor de mi rectitud y de la virtud de mis allegados (…)

Con esto basta; pero explicadme vuestra ingratitud, por los dioses y por Zeus protector de la plaza de esta ciudad. Jamás os he perjudicado en nada ni en público ni en privado, y, al no poderos vengar abiertamente por ello, por medio de los anapestos (…) ¿cuál es la causa de vuestro descontentamiento y odio hacia nosotros? Yo sé perfectamente que no he hecho a ninguno de vosotros ningún daño grave irreparable, ni en privado a sus habitantes ni en público a la ciudad, y que no he dicho nada desagradable de vosotros, sino que os he alabado cuando he podido y os he dado el bien que era natural que os diese quien desea en la medida de lo posible hacer el bien a muchos hombres. “

Y da abundantes ejemplos del bien que ha hecho a la ciudad, a su propia costa, terminando, de un modo irónico:

“De todos mis males soy culpable por dispensar mis favores a almas desagradecidas. Esto es propio de mi estupidez y no de vuestra libertad. Así pues, yo intentaré en adelante ser más inteligente en lo que respecta a vosotros; en cuanto a vosotros, ojalá los dioses os devuelvan la recompensa merecida por la benevolencia y honores con que públicamente nos habéis honrado.”

Creo que esto da una clara visión de la ecuanimidad de un mundo que se avecinaba a su fin, y del fanatismo y odio que precipitaron, sin solución posible, la llegada de una Edad Oscura, casi ausente de valores morales y de ninguna hazaña civilizatoria.

 

Jose Carlos Fernández

Almada, 6 de noviembre del 2018


[1] Hay que sumarle, claro, la Historia de Amiano Marcelino.

[2] Sigo aquí muy de cerca al libro “Discursos Juliáneos”, de Libanio. En el estudio introductorio de Ángel Gonzalez Gálvez, páginas 28 y siguientes.

[3] El texto y la traducción es de Historia Universal de César Cantú. Y él mismo, que se declara abiertamente contra Juliano, dice que esta afirmación “es una alabanza muy poco conveniente a Constancio”, ¡qué mal queda entre los que dicen que hablan casi con la autoridad del Altísimo, el elogio desmedido a los tiranos!

[4] Discursos de Juliano VI-XII, Editorial Gredos, traducción José García Blanco, pag. 237 y ss.

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