Cuentan las Crónicas que una vez, el califa Al Hakem (961-976), desde la terraza de su palacio, en Medina Azahara, examinaba la parada militar y las evoluciones de los soldados en estas maniobras castrenses que prueban que el todo es mayor que las partes. Firme y grave, vestido con su túnica de hilos de seda y oro, los famosos tiraz palatinos, y con un enorme rubí en el turbante, como el Ojo Rojo del Dios de la Guerra, miraba el horizonte. De un modo plácido, pues no había peligro en sus fronteras, la paz reinaba en al-Andalus, y los reinos cristianos en sus continuas reyertas intestinas apenas eran peligro. De repente dio un grito ahogado, vio en la formación uno bereber que se diferenciaba claramente por sus rasgos étnicos del resto. Mandó[1] prenderlo, azotarlo y expulsarlo del ejército. Esa misma noche había soñado que estos pueblos bereberes, anárquicos y desatados habían saqueado y destruido la ciudad amada, la Ciudad-Flor. Y efectivamente, unos cuarenta años después, el 9 de mayo del 1013, la ciudad era devastada por estas tribus, al mando de Suleimán. Durante décadas habían ido formando el grueso del ejército de Almanzor, pues los andalusíes, cada vez más querían disfrutar de la vida, y la “guerra santa” y la protección del reino, pues bien, que quedasen para los mercenarios, que para eso tenían dineros con que pagarlos.
El nombre de esta ciudad (Medina) es “azahara” (Al Zahraa), que significa en árabe, “blancura resplandeciente”, “belleza”, “flor” y “estrella”. Y que algunos confunden con Al Zahira, que es “brillante”, y que dio nombre al palacio de Almanzor.
La construcción de esta ciudad, capital durante medio siglo de lo más granado del mundo, en plena Era Dorada del Islam -que evitó así que la mayor parte de España y Portugal se hundieran en las tinieblas medievales desde el siglo VIII al XII- comenzó en el 936 y se prolongó por más de cuarenta años. Derramó su belleza y perfume de eternidad, breve y fugazmente, y el poeta Ibn Hazm, en su Collar de la Paloma, bellísimo tratado de amor, llora sus ruinas, menos de cincuenta años después: él llegó a conocerla en sus tiempos de esplendor:
«Uno de los que han venido hace poco de Córdoba, a quien yo pedí noticias de ella, me contó cómo había visto nuestras casas de Balat Mugit, a la parte de poniente de la ciudad. Sus huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido, y apenas se sabe dónde están. La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha cambiado en estéril desierto; la sociedad, en soledad espantosa; la belleza, en desparramados escombros; la tranquilidad, en encrucijadas aterradoras. Ahora son asilo de los lobos, juguete de los ogros, diversión de los genios y cubil de las fieras los parajes que habitaron hombres como leones y vírgenes como estatuas de marfil, que vivían entre delicias sin cuento. Su reunión ha quedado deshecha, y ellos esparcidos en mil direcciones. Aquellas salas llenas de letreros, aquellos adornados gabinetes, que brillaban como el sol y que con la sola contemplación de su hermosura ahuyentaban la tristeza, ahora invadidos por la desolación y cubiertos de ruina son como abiertas fauces de bestias feroces que anuncian lo caedizo que es este mundo; te hacen ver el fin que aguarda a sus moradores; te hacen saber a dónde va a parar todo lo que en él ves, y te hacen desistir de desearlo, después de haberte hecho desistir durante mucho tiempo de abandonarlo. Todo esto me ha hecho recordar los días que pasé en aquellas casas, los placeres que gocé en ellas y los meses de mi mocedad que allí transcurrieron entre jóvenes vírgenes como aquellas a que se inclinan los hombres magnánimos. Me he imaginado en mi interior cómo estarán estas vírgenes debajo de tierra, o en posadas lejanas y comarcas remotas desde que las separó la mano del destierro y las dispersó el brazo de la distancia. Se ha presentado ante mis ojos la ruina de aquella alcazaba, cuya belleza y ornato conocí en tiempos, pues en ella me crié en medio de sólidas instituciones, y la soledad de aquellos patios que eran antes angostos para contener tanta gente como por ellos discurría. Me ha parecido oír en ellos el canto del búho y de la lechuza, cuando antes no se oía más que el movimiento de aquellas muchedumbres entre las cuales me crié dentro de sus muros. Antes la noche era en ellos prolongación del día por el trasiego de sus habitantes y el ir y venir de sus inquilinos; pero ahora el día es en ellos prolongación de la noche en silencio y abandono. Mis ojos han llorado, mi corazón se ha dolorido, mis entrañas han sido lastimadas por estas piedras, mi alma ha aumentado en angustia……
Dicen que las ruinas de los grandes monumentos (en su sentido etimológico, “aquello que es digno de ser recordado”) lloran cada amanecer lo que fueron y ya no serán. Pero también es cierto que en medio de esa angustia y nostalgia, ellas son al mismo tiempo las que nos hacen recordar la grandeza, el brillo y esplendor de quienes las construyeron y habitaron, y más importante aún los Ideales que las elevaron por encima del horizonte de lo mediocre y la mera supervivencia, vivos y radiantes como estrellas en el corazón de sus fieles. En un tiempo en que la llamada a lo básico, al placer, a lo sensual, a lo gastrotóxico, es norma; y que los vientos del mundo y del egoísmo animal violan continuamente la dignidad humana, con sus dedos acerados e impíos, todo lo que sea llamada a lo Alto, a la grandeza del alma y sus obras, a elevar la mirada y abrir las manos para construir lo noble, o sea, lo bueno, lo bello y lo justo, es como un rayo de esperanza en la oscuridad, es como una flor en el desierto, como el perfume del azahar o la mirada pura de un niño.
Es una alegría que por fin, Medina Azahara haya sido incluida en la lista de patrimonio mundial. Ya lo era, evidentemente, pero ahora además consta oficialmente en ella, y Córdoba, esta ciudad corazón de Andalucía, única capital verdadera de la Hispania Musulmana (y posiblemente incluso de la Romana), tiene una estrella más en el cielo de su “Escudo Heráldico”. Cuatro estrellas “internacionales”, a la del patrimonio inmaterial de sus patios (2012), su centro histórico (1994) y la Mezquita Aljama (1984), se le suma la Ciudad-Flor de Abderrahman III.
¡Enhorabuena Córdoba!
Jose Carlos Fernández
Almada, 2 de Julio de 2018
[1] Es difícil saber qué es aquí historia y qué simple narración, mito, en definitiva.