“Por aquí pasó un gigante, por aquí pasó Roma”
Inolvidable es la experiencia de atravesar el Guadalquivir, caminando por el puente romano de Córdoba, mirando a la mezquita islámica, hoy también catedral, que fue un corazón palpitante de vida y civilización durante el califato omeya. Una estatua al Arcángel San Gabriel, patrono de la ciudad, con ofrendas siempre de flores y velas encendidas saluda al viajero, y el murmullo del río se suma al de las aves de una de las mejores reservas naturales del país. Un antiguo molino de agua nos recuerda el que figura en el escudo de la ciudad, que según se cuenta, fue desmontando por la reina Isabel de Castilla, pues su chirrido no dejaba dormir al rey Fernando, en tanto que residieron en el Alcázar de los Reyes Católicos, antigua fortaleza romana en que Julio Cesar impartió justicia como joven propretor. El puente fue construido en tiempos del emperador Augusto, que vino a pacificar la Hispania después de décadas de guerras civiles.
Hace no muchos años este puente soportaba el tráfico de coches y camiones a todas horas, día y noche, aparentemente insensible al curso de los siglos y a los dedos, tan invisibles como abrasivos, del tiempo. Cuando el tonelaje de un camión planteaba dudas de si pasarlo o no por un puente moderno, más ancho, se hacía por el romano, del que se tenía la clara certeza de que aguantaría impávido, fuerte y sereno, y con una orgullosa sonrisa de superioridad, sonrisa de piedra. Porque los puentes, las carreteras, las canalizaciones de agua de todo tipo (hasta las cloacas), los túneles, todo, se hacía para que durase siempre, siempre. Como el letrero soberbio del aún más soberbio Puente de Alcántara, también romano, que reza, “duraré tanto cuanto el mundo durare”. Y aunque dos mil o tres mil años no son matemáticamente “siempre”, sí lo son psicológicamente, pues sobre ellos gira la rueda de más de cien generaciones.
Y esta es una gran diferencia con nuestro mundo donde todo lo que sale de nuestras manos tiene ya su obsolescencia programada, con el peligroso razonamiento de que hay que dejar paso a los nuevos avances de la tecnología… y dar trabajo a los servicios de mantenimiento de autopistas, puentes, etc., etc. Peligroso porque en un reflujo de la sociedad que deja de inflacionarse, o sea, si deja de estar acelerada –como sucede en los tiempos que vivimos, tras la crisis económica que está devastando Europa y el llamado mundo occidental- lo perdemos todo. No es una mentalidad natural. No es natural diseñar un modelo de sociedad y economía en que si no crece, muere, al perecer quien le sirve de sostén. No procede así, nunca la naturaleza, salvo en “organismos” hijos del caos, como el cáncer. No es natural, sino absurdo, enfermizo, brutalmente egoísta, pensar que tenemos que desarrollar una ciencia y técnica que nos lleve a otros planetas de otras estrellas cuando terminemos de masacrar nuestro planeta y morada, llevando así el germen de destrucción a otra tierra que soporte el azote impío de nuestras pisadas. Quizás hayamos interpretado mal el “creced y multiplicaos” bíblico, pues es inmoral que sea a cualquier precio, y hay además leyes de la naturaleza inmutables que no consienten tal depravación.
Sin embargo, los romanos construyeron una civilización natural, a medida del ser humano, no a medida de las máquinas creadas por el mismo; en armonía con el medio que les rodeaba, con un derecho de gentes que hacía prevalecer lo que es naturalmente bueno y justo, lo que el sentido común, y no creencias dogmaticas y peligrosamente cristalizadas, consideran válido, pues es evidente, y respeta la naturaleza y dignidad humana. Pues en lo más íntimo de ella existe, como sello indeleble, un sentido de justicia que no puede ser prostituido sin denigrar su condición.
El profesor Jorge Ángel Livraga, heroico Fundador de la Organización Mundial Nueva Acrópolis, y Maestro, con mayúsculas, de quien escribe estas líneas, escribió un artículo muy bello y profundo, y que debemos considerar a la hora de celebrar los dos mil años de Augusto. Se llama “La búsqueda de una civilización natural”[1] y ejemplifica Roma como un modelo de la misma.
El emperador Cesar Octavio, Augusto, fue el puente que permitió que la civilización romana, y su alma dejaran de ser la Ciudad Eterna, por un lado y sus tierras conquistadas o colonizadas, por otro; y se convirtieran en un organismo vivo, con una articulación verdaderamente fractal, de autosemejanza, donde todo era, finalmente Roma, y aunque existieran cabeza, miembros y diferentes órganos, la sangre espiritual presente en el nombre secreto de Roma, que era “AMOR” fluía hasta el último extremo de este gran gigante de concordia y bondad. Los exiliados, viviendo en contacto con los bárbaros en las fronteras del Imperio, bien sabían esto, como el poeta Ovidio cuando lloró amargamente esta realidad en sus Tristes y Cartas del Ponto. En ellas pide clemencia al emperador Augusto para retornar a su adorada Ciudad, en que escribiera su maravilloso Ars Amandi. Nos dice H.P.Blavatsky en su Doctrina Secreta, y por fin los historiadores admiten esta versión, que el emperador fue clemente, al sustituir la pena de muerte por el destierro, pues el poeta había revelado, cometiendo el pecado y delito de impiedad, secretos de los Misterios. Y es que a veces olvidamos cosas muy simples, y muy importantes: las formas romanas fueron las que permitieron, aun con grandes dificultades, que no se apagase la llama de concordia durante la Edad Media y existiese un poder (con grandes sombras a veces), el papado, que hiciera de “derecho internacional”; la civilización no se extinguió en Oriente porque las formas romanas, más que el espíritu, pervivieron en Bizancio, tras la caída de Occidente. Cuando vemos la obra “templaria” no podemos dejar de pensar, en sus huellas imborrables, en la mística y eficacia romanas; y el genio de Rienzi hizo, tras la caída de estos monjes-civilizadores, que Roma volviera a ser la Ciudad Eterna durante varios años. Después de dar vida al Renacimiento y a las monarquías modernas, de nuevo el recuerdo de Roma movilizó la Ilustración y su Librepensamiento, con personajes como Montesquieu, Voltaire o Rousseau, y todos los embanderados de la Revolución Francesa eran ávidos lectores de los clásicos romanos –especialmente las Vidas Paralelas de Plutarco- y querían emular sus hazañas y daban nuevo vigor a su retórica. La gigantesca obra jurídica, social y aún conquistadora de Napoleón fue el revivir de las Águilas Romanas, y curiosamente él mismo pasó de ser cónsul (título romano) a emperador. También renacieron las Águilas romanas al erigirse los Estados Unidos, que la adoptaron en su escudo y bandera, junto a las estrellas representando a cada uno de sus Estados; el primer nombre de la futura ciudad de Washington fue Nueva Roma y durante más de dos siglos, Roma fue la inspiradora de todas sus instituciones, reformas… hasta el punto que el místico y filósofo Jinarajadasa en su libro How we remember our past lives, dice que las almas que levantaron el país que ha regido durante un siglo los destinos del mundo, fueron precisamente, grandes almas que también impulsaron la obra romana. Sobre este tema, mi amigo y filósofo, Juan Carlos del Río ha escrito un artículo muy pedagógico y esclarecedor. Si el Águila que el último gran emperador verdaderamente romano, el emperador Juliano, soñó al ser asesinado a traición por las facciones cristianas, ha vuelto o no durante estos dos mil años es difícil saberlo o decirlo. Pero si no ha sido, el sólo recuerdo de Roma, la sombra luminosa de este Águila desde el pasado, o desde el futuro, ha hecho girar la rueda de la Historia y establecido puentes de concordia, solidaridad, necesidad de unión en medio de los torbellinos centrífugos del egoísmo humano.
Augusto evitó la muerte de este gigante bondadoso, y transformó la administración republicana, cáotica al crecer tan rápidamente, en un reloj perfectamente sincronizado. Creó un puente dando nueva vida a formas, instituciones, cultos olvidados del pasado, pero supeditándolos a un destino único, a una armonía en que cada romano encontraba naturalmente su lugar. El reino de la armonía es el de la unidad, en la que se reencuentran los contrarios, como la Filosofía, con mayúsculas, es la unidad del entendimiento humano, su fuego espiritual, que ve y da el sentido a todo lo que toca, dignificándolo. Es así que Augusto consagró este Tiempo Nuevo al Dios Apolo, dios de la Unidad (a-Polos, sin polos), y él mismo se sentía amparado por su luz benefactora. No debe ser casualidad que la última batalla, que abrió la puerta a la duradera Pax Romana (y cultuada ritualmente en el monumental Ara Pacis), dando por finalizado más de un siglo de guerras civiles, fue junto a un importante y antiguo Santuario a Apolo, en Actium, el 2 de septiembre del año 31 a. C: Roma abrazó así a Egipto, y los vientos sagrados de Amón pronto electrizaron el naciente Imperio. La misma tierra Egipcia fue regentada personalmente por Cesar Octavio, y fue su pan, el de vida y el del alma, que alimentaron Roma. Augusto fue nombrado faraón de Egipto, y no sólo por derecho de conquista, sino porque era, verdaderamente, hijo de los Dioses, y su elegido; faraón del País de Kem, como tres siglos antes lo había sido Alejandro el Grande. En realidad, volviendo victorioso a Egipto, conquistando Egipto se convirtió en Faraón de Roma. Pero no de Roma, la urbe, por excelencia, sino del Imperio Romano, símbolo del orbe entero. Aún la bendición Papal evoca la bendición augústea con su urbi et orbis, y aún son los mismos los gestos de los dedos, el “mudra” efectuado.
Como buen Virgo, el gran genio de Augusto era el organizativo, en el detalle, minucioso, “relojero” político, social y religioso; pero en las gemas se representa a este emperador romano bajo la protección de Capricornio (¿es el signo zodiacal de su alma, o en el que fue concebido?), y el mismo Suetonio habla de esta relación. Ya que la vida de Augusto fue un trabajo incesante, una construcción ciclópea, elevar una pirámide de formas armónicas que amparase a millones de almas durante casi medio milenio; y que luego sirviera de modelo ideal y ejemplo durante varios miles de años más. Esta capacidad de transformar la República y de hacer nacer el Principado y dar forma orgánica al legado de Julio César, lo expresa muy bien el eminente John Buchan (1875-1940) en su biografía Augustus, digna de leer atentamente:
“El principado, tal como Augusto lo concibió, era un entrelazado de instituciones existentes, con toda su autoridad tradicional y atracción histórica. Debe haber previsto que algunas de estas instituciones se debilitarían, y que otras ganarían un color diferente en la nueva organización, pero al comenzar los materiales tenían que ser familiares. La novedad estaría en el diseño.
Pero, más esencial que los elementos de la Constitución, era el control central. El discurso que Dion pone en la boca de Mecenas al comienzo del Principado, toca el fondo de la cuestión: “Nuestra ciudad, como una gran barca tripulada por una guarnición de razas diferentes y necesitada de un piloto, ha andado a la deriva durante muchas generaciones, bamboleándose y sumergiéndose en un mar agitado como un barco sin lastre” (LII, 16). Algunas alteraciones estructurales eran necesarias, y también una tripulación más experimentada; pero la necesidad más imperiosa era el piloto.”
Augusto era, verdaderamente, el piloto deseado y esperado, el elegido de los Dioses, el hijo del Cielo. Cicerón, su aliado y después su enemigo, nos cuenta Suetonio, cuando acompañaba a César al Capitolio, “refería a sus amigos un sueño que había tenido la noche anterior: había visto, decía, un niño de distinguido rostro bajar del cielo al extremo de una cadena de oro y detenerse delante de las puertas del Capitolio, donde Júpiter le dio un látigo [uno de los símbolos de poder divino, junto al báculo de pastor; el heka y el nehesh atributos de Osiris y que usaban los faraones egipcios]; después, viendo de pronto a Augusto, desconocido todavía para la mayor parte de ellos, y a quien César había llevado consigo para el sacrificio, exclamó que aquel era el niño cuyo semblante había visto en el sueño”
No entendió Cicerón la indirecta, pues quiso convertir en títere de sus intereses o convicciones al joven Octavio cuando éste le vino a pedir ayuda, y en vez de ponerse a su servicio, le quiso subyugar y manipular. Quizás por ello el destino hizo que en las proscripciones del triunvirato fuera uno de los ejecutados. Cicerón, seducido por el poder, en vez de entregarse a la Filosofía quiso montar en el rápido carro de la Fortuna, que acabó por arrastrarlo.
Dice Suetonio que “el sello que ponía en las actas públicas, instrucciones y cartas fue primeramente una esfinge, después la cabeza de Alejandro Magno y por último su propio retrato, grabado por Dioscórides, sirviéndose de este sello los príncipes, sus sucesores”. Importante detalle éste. Si consideramos el valor mágico y evocativo que tenía para los romanos, y en general para todos los antiguos, la efigie grabada en el anillo de sello, debemos detenernos y considerar lo que nos dice el bibliotecario de Adriano. Es una pena que no sepamos exactamente hasta cuando llevó uno y otro sello, sino sólo el orden:
- LA ESFINGE: Él es un misterio, aún para sí mismo, aún para el Pueblo Romano. Quizás usó este sello antes de la conquista de Egipto. Obedece al destino impuesto por su padre Julio César, de vengar la terrible ofensa de haberle asesinado, un destino como la esfinge que devora a sus víctimas, olvidadas de sí mismas. A dónde le conducen los Dioses es un enigma, es una esfinge, pero él acepta los sucesos que le conducen a ser Augusto, palabra nunca quizás atribuida a un ser humano, y que designaba, por ejemplo, la misteriosa presencia de lo sagrado que sentimos en un bosque, poblado de númenes invisibles. La Esfinge es un animal mitológico monstruoso, que surge de la unión contra natura de varios animales (toro, águila y león) y una cabeza humana sin luz del discernimiento, monstruoso en su poder ciego y en la contradicción de sus naturalezas; que finalmente halla la armonía cuando penetra en él un rayo de la inteligencia, rayo que establece la armonía y la unidad funcional entre las partes. En esta comparación, Augusto es el rayo de inteligencia que pacifica a la Esfinge, Roma. Pues como la luz de Apolo, musical y armonizadora, fue su influjo y trabajo sobre la Ciudad Eterna y sus miembros, permitiendo la unidad entre naturalezas y funciones tan diferentes y a veces contradictorias: los viejos cultos ya incomprensibles en su época y la nueva mística y Filosofía llegada de Oriente (Grecia y Egipto); los patricios, nobleza ya anclada en el pasado que era preciso revigorizar, la cada vez más poderosa clase media y administrativa y el pueblo (y hasta el populacho, los 200.000 mantenidos con el trigo del erario público); Roma y las Provincias; la virtus y severitas romana y patriarcal y las nuevas y diferentes costumbres, y aún Dioses de las tierras y gentes asimiladas al Imperio, todo apuntando al “ciudadano del mundo”, verdadero ideal de Augusto y de la Filosofía Estoica, y el gran aporte de Roma a la historia mundo; etc., etc.
- LA CABEZA DE ALEJANDRO MAGNO: Usado, posiblemente, tras la batalla de Actium y ser nombrado faraón de Egipto. Dice Suetonio (XVIII) que “hizo abrir la tumba de Alejandro Magno; sacose el cuerpo y, después de contemplarlo, le puso en la cabeza una corona de oro y lo cubrió de flores en muestra de homenaje”. Él, como va a suceder después, misteriosamente, con el emperador Juliano, se siente heredero de Alejandro y de su ideal de concordia del mundo entero, un mundo al que es necesario civilizar, alejándole de la barbarie, pues no pueden coexistir la luz y las sombras.
- SU PROPIA EFIGIE: Se ha reencontrado consigo mismo, y se ha convertido en la cabeza y corazón de todo el Imperio Romano. Es el Padre de la Patria, y Augusto, la encarnación misma del Alma de Roma. Sus sucesores van a gobernar en su nombre y usar su sello. Si Rómulo fue el héroe, el genio tutelar de la Fundación de Roma, él lo es ahora de Roma y de todas las Provincias (Países, por su extensión) a donde llegaron sus Águilas. Augusto lloró al ver la lanza de Rómulo, pensando en lo bello que es ver comenzar, trabajar por un Hombre y Mundo Nuevo, como la semilla trabaja por romper la cáscara y ver la luz del sol. Pero Augusto es la Flor y el Fruto, el Logos Platónico realizado en la tierra y en el tiempo, la Ciudad Ideal abrazando su sombra en la tierra y fecundándola.
La propaganda de la nueva religión, triunfante con la caída del Imperio Romano, pero que no pudo vivir sin aprovechar sus ruinas e instituciones, casi nos ha convencido que la profecía de Virgilio en la Égloga IV -escrita quizás dando forma poética a uno de los textos sibilinos redescubiertos en su época- se refería a Cristo, del que por cierto, carecemos de ninguna prueba histórica verdadera. Pero este poema ha debido referirse a Octavio César, y si dice “ha de nacer” es que es una profecía antigua, uno de los oráculos sibilinos, pero que en ese momento ya se estaba cumpliendo, gracias al trabajo incesante de Augusto y de toda una generación consagrada con su benévolo influjo. El poeta debió escribir estos versos como homenaje a su amigo y Señor, homenaje que rendimos, dos mil años después, todas las almas gratas por haber bendecido la Historia con su presencia.
«Han llegado los tiempos últimos de que habla la Sibila:
Va a comenzar de nuevo el curso inmenso de los siglos.
De lo más alto de los cielos nos va a ser enviado un reparador.
Alégrate, casta Lucina, por el nacimiento de este niño,
que hará cesar la Edad de Hierro, reinante hasta ahora,
y extenderá la Edad de Oro por todo el universo…
El que debe obrar estas maravillas será engendrado en el mismo seno de Dios;
se distinguirá entre los seres celestiales;
aparecerá superior a todos ellos y regirá con las virtudes de su padre al mundo pacificado…
Ven, pues, querida descendencia de los cielos,
ilustre vástago de Júpiter, porque se acercan ya los tiempos vaticinados.
Ven a recibir los grandes honores que te son debidos.
Mira tu venida al globo del mundo vacilante bajo el peso de su bóveda;
la tierra, los vastos mares, el alto cielo…
todo se agita y alegra por el siglo que ha de venir».
Jose Carlos Fernández
Almada (Portugal), 7 de diciembre del 2014
[1] http://www.acropolis.org/es/recursos/articulos/fondo-documental-de-jorge-angel-livraga/49-recursos/fondo-documental-jorge-angel-livraga/naturaleza/749-la-busqueda-de-una-solucion-natural