¡Qué misterioso poder vive en las obras que no sólo cabalgan los siglos, sino que ganan más y más importancia con ellos! El Quijote, o los dramas de Shakespeare son una buena prueba de ello. Otras parece que se van abriendo paso en la tierra oscura de su tiempo, como la semilla de un árbol milenario, lenta, casi imperceptiblemente. O aún que su tiempo se extinguió, y después renacen a la hora debida.
Bien podemos decir con la autora de este libro, en su inmortal Doctrina Secreta:
“Verdaderamente, el barbecho del remoto pasado, no está muerto; tan sólo reposa. El esqueleto de los sagrados robles druídicos aún puede retoñar de sus secas ramas y renacer a una nueva vida, como brotó hermosa cosecha del puñado de trigo hallado en el sarcófago de una momia cuatrimilenaria. ¿Y por qué no? La verdad es mucho más extraordinaria que la ficción. Cualquier día puede vindicarse inopinadamente y humillar la arrogante presunción de nuestra época, probando que la Fraternidad Secreta no se extinguió con los filaleteos de la última escuela ecléctica; que todavía florece la Gnosis en la tierra, y que son muchos sus discípulos, aunque permanezcan ignorados”.
Y sin embargo, a pesar de que su Isis sin Velo, su Doctrina Secreta, Voz de Silencio o Clave de la Teosofía, o incluso el Glosario Teosófico son tan conocidas, una y otra vez reeditadas, desde hace más de cien años; cada vez más comentadas y poco a poco mejor comprendidas; otras obras de esta autora han permanecido casi ocultas, quizás eclipsadas por el brillo de las otras. El País de las Montañas Azules, Cuentos Ocultistas y Por Cuevas y Selvas del Indostán son un ejemplo de ello.
Al buscar en Google algún estudio o simplemente artículo periodístico sobre esta última obra, no he encontrado nada ni en inglés ni en español. Lo que es admirable, dada la magnitud literaria, filosófica y documental de este libro, “From Caves and Jungles of Indostan”.
Los textos que hoy vemos reunidos bajo este título fueron apareciendo, en lengua rusa, en la revista Crónica de Moscú[1], primero, y luego, en el año 1883, en un suplemento del Mensajero Ruso hasta el capítulo número 23. La serie de cartas desde la India se interrumpió abruptamente, conformando lo que podemos llamar Primera Parte de Grutas y Selvas del Indostán”. Esta primera parte sería la que editaría en español, el filósofo y erudito Mario Roso de Luna, traduciendo el texto desde el inglés. La Segunda Parte apareció en la misma revista, el Mensajero Ruso durante los meses de febrero, marzo y agosto de 1886, siete capítulos nuevos, y de nuevo inconclusa. Boris de Zirkoff, compilador de la obra y traductor desde el original en ruso al inglés, en su prefacio del libro, explica el por qué. Dice que lo más probable es que Solovyov, su enemigo mortal y que no sólo la calumnió sino que forjó cartas falsas para hacer aparecer a HPB como espía rusa, debió envenenar la mente de Katkov, director de la revista. Hay una carta de H.P.B a Sinnet de marzo del 1886 en que dice:
“Ahora, en Rusia, como en todas partes, odiar equivale a calumniar. Solovyov no me perdonará por haber rechazado sus proposiciones, esas que usted ya conoce. Él, que es escritor, conoce a Katkov y preveo que sus amables gestiones causarán la pérdida de mi posición en el Mensajero Ruso, y en consecuencia, de algunos miles de rublos al año.”
Y es que H.P.Blavatsky había cedido a la Sociedad Teosófica los derechos de autor de Doctrina Secreta, de Isis sin Velo, de sus más de 300 artículos en las revistas Lucifer y Theosophist, en fin, de casi todas las obras que escribió en inglés. Reservó, humildemente para ella, los ingresos que generaban diferentes artículos de sus investigaciones, viajes y aventuras, como estos de Cuevas y Junglas del Indostán, El País de las Montañas Azules y los preciosas historias ocultistas editadas con el nombre de “Cuentos de Terror” (Nightmare tales)
La Editorial Nueva Acropolis de España hizo una muy bella edición, de lujo, de esta obra íntegra, la única edición íntegra en español al día de hoy en un volumen de 622 páginas, del que he extraído los diferentes fragmentos que aparecen en este artículo.
En 1878, H.P.Blavatsky, viaja a la India, desde Nueva York, ciudad en la que ha fundado la Sociedad Teosófica cuatro años antes, impulsionando toda una revolución espiritual y filosófica con su Isis sin Velo. En la India le esperan multitud de enamorados de este nuevo eclecticismo que alumbra una sabiduría y quiebra las cadenas y prejuicios de razas, religiones y creencias. Junto con el Coronel Olcott y un muy pequeño grupo de teósofos y amigos, llega a Bombay y viaja por la India occidental y el Rajastán, las regiones del Punjab y del Oudh. En sus cartas describe con detalle la arqueología, costumbres y ceremonias vivas de budistas, parsis e hindúes. Y visitamos con ella las “torres del silencio” o “cementerios” zoroastrianos; las grutas sagradas de Elefanta; las ciudades hospital para animales del jainismo (el Pinjrapol); una celebración de drama mistérico del Ramayana; las cuevas de Karli; innúmeras fortalezas de los mogoles, y una descripción pormenorizada del Taj Majal; corredores aún hoy secretos en Jajmau de decenas de kilómetros bajo la tierra, cubierto el suelo con las cenizas de miles de vírgenes que se incineraron para no perder la libertad, en medio de las selvas del Indostán; las cuevas del Bagh, como celdas de colmena subiendo por el interior de una montaña hasta la cumbre, y donde los ascetas realizaban sus ejercicios espirituales; el templo de Kailasa en Ellora, vaciados en la durísima roca; el valle de Kutab y la columna de Firuz Sha; y decenas de sitios más en un largo etcétera.
Y no sólo lugares, y costumbres, con sus enigmáticos simbolismos, narrados por la pluma maestra y singular de Radha Bai (pseudónimo que usaba H.P.Blavatsky en estas Cartas); desfilan ante nuestra mirada personajes históricos, con toda la fuerza de sus convicciones y la grandeza de sus almas: el emperador filósofo Akbar, la reina heroína Lakshmi Bai, por quien aún la India entera siente una gran devoción (una de las protagonistas de la llamada rebelión de los cipayos contra los ingleses en el 1857), las proezas de Sivaji, el héroe de la libertad de la India del poder de los mogoles, y tantos otros, tan bien descritos que sacuden nuestra imaginación con sus hazañas.
Todas estas narraciones y descripciones de lugares vienen entretejidos con las aventuras y desventuras personales de HPB y sus amigos, sus diálogos, encuentros y desencuentros; que atraen al lector como un imán. Sobre todo en cualquiera de las apariciones de quien poco a poco se convierte en el sol que ilumina la mayor parte de las páginas de este libro: Gulab Lal Singh, un príncipe de uno de los reinos independientes del Rajastán, del que poco a poco vamos sabiendo que es uno de los adeptos de la Ciencia Secreta o Gupta Vidya, y del que todos beben –nosotros también- sus sabias palabras y razonamientos, y del que nos dejan admirados su absoluta independencia, ejemplos y valientes gestos. No es difícil saber que se trata de uno de los Maestros de Sabiduría que estuvieron detrás de la formación de la Sociedad Teosófica. Se trata entonces del único testimonio de primera mano de HPB, sin las fantasías a posteriori del siglo XX, de quién y cómo era este rey y “yogui de las montañas blancas”, quizás el mismísimo Maestro de quien fue llamada la “mujer más sabia del siglo XIX”, y la profetisa de una nueva Era, o quien abrió de nuevo la puerta de los Misterios Iniciáticos para Occidente. Es difícil descubrir en la literatura de todos los tiempos tan íntimas reflexiones sobre la admiración o casi “terror sagrado” que siente el alma sensible ante quien ya se ha convertido en un Arquetipo encarnado, en una “verdad viviente”:
“¿Quién y qué es este misterioso hindú?” –me pregunté-. ¿Quién es este hombre que reúne en sí dos personalidades completamente diferentes: la exterior, para los ojos ordinarios, para el mundo en general y para los ingleses; y la interior, espiritual, que mostraba sólo a algunos íntimos amigos? Pero incluso estos íntimos amigos suyos ¿saben ellos mucho más de lo que conocen los otros? ¿Y qué saben realmente? Ven en él un hindú que se distingue tan sólo un poco de un nativo común educado, a excepción quizás de su apariencia exterior, y del hecho de que desprecia aún más que ellos las conveniencias sociales y las exigencias de la civilización occidental. Y esto es casi todo, a no ser que añadamos que es bien conocido en la India Central como un hombre bastante acomodado, un thakur, el señor feudal de un raj, uno de los cientos de estados similares en la India. Aparte, es un fiel amigo nuestro que se ha convertido en protector de nuestros viajes y en mediador entre nosotros y los desconfiados y reservados indos. Más allá de esto, no sabemos absolutamente nada de él. Es verdad que yo personalmente sé un poco más que los otros, pero he prometido silencio, y callaré. Lo poco que sé es tan extraño, que es más un sueño que una realidad…”
Hace tiempo, hace mucho tiempo, más de veintisiete años, le conocí en Inglaterra en la casa de un extranjero, adonde había llegado en compañía de un príncipe nativo destronado, y nuestro encuentro se limitó a dos conversaciones que aunque me impresionaron fuertemente por lo inesperadas que eran, su extraño carácter e incluso su rigor, han caído, a pesar de ello, como tantas otras cosas al fondo de las aguas del Leteo…[2] Cuando estuve en América, hace aproximadamente siete años, me escribió una carta recordándome nuestra conversación y la promesa que le había hecho. Y ahora nos encontramos de nuevo, esta vez en su país, ¡la India! ¡Y qué creen ustedes! ¿Había cambiado en todos estos largos años, había envejecido? En absoluto. Yo era joven cuando le vi por primera vez y ahora me estaba convirtiendo en una mujer mayor. En cuanto a él, era un hombre de alrededor de treinta años en aquellos días, y parecía haberse quedado allí desde entonces, habiendo parado el curso del tiempo… Su aspecto impresionante, especialmente su estatura poco común, era tan extraordinario en aquellos días que incluso la pesada y conservadora prensa londinense se puso a escribir sobre él. Los periodistas, todavía influenciados por la poesía de Byron –que entonces perdía terreno- elogiaron en esta oportunidad al “fogoso rajput”, a pesar de estar indignados con él por su rotunda negativa a ser presentado ante la Reina, haciendo caso omiso del gran honor, por el cual muchos de sus compatriotas hubiesen hecho el largo viaje desde la India… Fue apodado entonces el “Rajá Misántropo”, y algunos círculos sociales le llamaron “Príncipe Jalma Sansón”, inventando fábulas sobre él hasta el mismo día de su partida.
Todo esto incitó en mí una tremenda curiosidad, que no me dejó en paz e hizo olvidarme de todo lo demás.
Y es por ello que estaba ahora sentada enfrente de él, mirándole fijamente como lo hacía Narayana. Contemplé con atención aquellos rasgos singulares con sentimientos mezclados entre temor e inexplicable respeto y reverencia, cuando, de pronto, me acordé de la misteriosa muerte del tigre de Karli, de mi salvación hacía pocas horas en Bagh, y de muchas cosas. Se había reunido con nosotros tan sólo la mañana de aquel día y sin embargo, ¡cuántos pensamientos había despertado en mí con su presencia, cuántos enigmas había traído consigo! “¿Qué significa todo esto?” –me pregunté casi en voz alta-. ¿Quién es este ser con quien me encontré hace tantos años rebosante de juventud y vida, y a quien encuentro ahora de nuevo, igualmente joven y lleno de vida, sólo que aún más austero, aún más incomprensible? ¿Podría ser su hermano, o incluso su hijo?, fue el pensamiento que pasó de repente por mi mente. No, es él mismo; la misma señal en la sien izquierda; la misma cara. Pero igual que hace un cuarto de siglo, ni una arruga sobre sus bellas facciones regulares, ni un pelo gris en su espesa melena azabache; y, en momentos de silencio, la misma expresión de calma en su morena cara, como fundida en bronce… ¡Qué extraña expresión; qué rostro tan sereno como el de una esfinge!
-¡Una comparación no muy acertada, mi vieja amiga! –dijo de repente el Thakur con voz tranquila, afable y algo burlona, como si contestara a mi último pensamiento, haciéndome temblar-. Es incorrecta –continuó-, porque peca contra la Historia por dos razones: primero, la Esfinge es un león alado, pero al mismo tiempo una mujer, mientras que los singhs de la Rajputana[3], son leones, pero nunca han tenido nada de femenino en su naturaleza. Aparte, la Esfinge es hija de la Quimera y a veces de Equidna, ¡así que debería de haber elegido una comparación más halagadora, aunque fuese menos exacta!
Como si me hubiese cogido in fraganti, me sentí avergonzada, mientras que él dio curso a su diversión, lo que no me aliviaba en absoluto.
-¿Sabe qué? –continuó Gulab Lal Singh más seriamente, levantándose-. No se rompa la cabeza en vano. El día en que resuelva este acertijo, la esfinge rajputana no se echará al mar, y, créame, el Edipo Ruso tampoco habrá ganado nada. Usted ya conoce todo lo que puede saber. ¡Así que deje el resto para el destino!…
Cuando el barco que la conducía a la India llega a Bombay, la descripción que hace H.P.B. de esta ciudad es magistral, “pinta” con palabras con el fino pincel y vivo color con que lo haría un Galdós en España o un Eça Queirós en Portugal. Pensemos que la edición en la lengua castellana es una traducción desde el inglés, que a su vez lo es desde el ruso, en que fueron escritas las Cartas originales. Nosotros, pues, disponemos de imágenes mentales sólo aproximadas, y perdimos, desde luego todos los juegos de palabras, belleza de sintaxis y fluidez musical, sonora, de la lengua en que fue escrito. Y aun así, después de pasar por todos estos “lechos de Procusto” que adulteran el pensamiento original, ¡qué texto tan hermoso y profundo! El lector lo podrá comprobar fácilmente con este fragmento del capítulo I:
En Bombay, lo mismo que en la bahía, todo es original y en nada hace recordar la Europa meridional. Mirad esos barcos costeros y botes de pesca, unos y otros están construidos a semejanza del ave marina sat, una especie de alción. Cuando están en movimiento, estos botes son, como el pájaro, la personificación de la gracia con sus largas proas y redondas popas. Parece como si se deslizasen hacia atrás, y se podrían tomar por alas las largas velas latinas de extraña forma, cuyos estrechos ángulos están sujetos a una vara de altura. Hinchadas estas dos alas por el viento, y flotando hasta casi tocar la superficie del agua, estos botes se deslizan con sorprendente velocidad. Al contrario de nuestros botes europeos, no cortan las olas sino que resbalan por encima de ellas como un verdadero alción.
Aquella mañana los alrededores de la bahía nos transportaron a una especie de tierra de hadas de las Mil y Una Noches. El lomo de los Ghates Occidentales, cortados aquí y allí por algunos cerros, se extendía a lo largo de la orilla oriental. Desde la base hasta su fantástica cima de roca, se hallaba cubierto de bosques y selvas impenetrables, habitados por animales salvajes. Cada roca ha sido enriquecida por la imaginación popular con una leyenda propia. En todo el declive de la montaña están esparcidas las pagodas, los minaretes y templos de innumerables cultos. Aquí y allá los ardientes rayos del Sol caen sobre alguna vieja fortaleza, en un tiempo formidable e inaccesible y ahora arruinada y cubierta de espinosos cactus. A cada paso, recuerdos de santidad: aquí un profundo vihara, una cueva-celda de un santo bhikshu budista; allí una roca protegida por el símbolo de Siva; más allá un templo jaina o un estanque santo –cubierto totalmente de fango y lleno de agua, bendecida por un brahmán y capaz de purificar de todo pecado- elemento indispensable a toda pagoda.
Los alrededores están cubiertos con símbolos de Dioses y Diosas. Cada uno de los trescientos treinta millones de deidades del Panteón Hindú tiene su representación en algo que le está consagrado: una piedra, una flor, un árbol, un pájaro. En el lado occidental del cerro Malbar, se asoma por entre los árboles Valakeshavara, el templo del “Señor de la arena”. Una larga corriente de indos se mueve hacia este célebre templo, hombres y mujeres resplandecientes de anillos en los dedos de las manos y pies, con brazaletes desde las muñecas hasta los hombros, adornados con vistosos turbantes y níveas muselinas, con las frentes acabadas de pintar de rojo, amarillo y blanco, señales santas. La leyenda dice que Rama pasó allí una noche en su camino desde Ayodhya, en la región de Oudh, a Lanka (Ceilán) para buscar a su esposa Sita que había sido raptada por el perverso rey Ravana. El hermano de Rama, Lakshmana, cuyo deber era enviarle diariamente un nuevo lingam[4] desde Benarés, se atrasó en hacerlo una tarde. Perdiendo la paciencia, Rama erigió su lingam de arena. Cuando por fin llegó el símbolo de Benarés, fue puesto en el templo y el lingam erigido por Rama fue dejado en la orilla. Allí permaneció durante varios siglos, pero a la llegada de los portugueses, el “Señor de la Arena” se sintió tan disgustado con los feringhis (“extranjeros”) que se lanzó al mar para nunca más volver.
Un poco más lejos hay un estanque encantador llamado Banatirtha o “la punta de la flecha”. Allí Rama, el muy adorado héroe de los indos, tuvo sed, y no encontrando agua, disparó una flecha, e inmediatamente fue creado un estanque. Sus aguas cristalinas estaban rodeadas por un alto muro; se construyeron escalones que conducían hasta ella, y un círculo de pagodas y estancias de mármol blanco para los brahmanes dvija[5].
La India es la tierra de las leyendas y de los rincones misteriosos. No hay una ruina, ni un monumento ni una espesura que no tenga su correspondiente historia. Sin embargo, por más enredadas que se hallen en la imaginación popular, que a cada generación se hace más densa, es difícil señalar una sola que no esté fundada en hechos históricos.”
El libro es una galería de escenas sorprendentes, o por lo inusual, o por lo misterioso, o por la profundidad de sus enseñanzas, o simplemente por lo simpático y paradójico, tan propios de la condición humana. La capacidad de H.P.B., su genio inmarcesible para hacernos vivir y sentir con sus recuerdos, su imaginación o sus palabras, tan perfectamente modeladas, alcanza cumbres de belleza que no dudo que en varios siglos serán estudiadas por la Escuelas de Literatura como ejemplo de serena perfección. Y como siempre en H.P.B., llenando de compasión y luz nuestra alma, haciéndo que nos sintamos hermanados con todos los seres vivos, que resuene en nuestro corazón el eco del Alma del Mundo, para que así no nos olvidemos de nosotros mismos. Por ejemplo, en el capítulo 22, en que pasan la noche en una isla en medio del Ganges, isla en que antaño los yoguis practicaban sus meditaciones, y que estos habían transformado en un gigantesco instrumento musical, convirtiendo los bambúes en flautas:
Cuando el último rayo dorado se hundió detrás del horizonte, una transparente niebla lila cayó repentinamente sobre el paisaje. Cada momento que pasaba, el crepúsculo tropical disminuía, perdiendo rápida aunque gradualmente su suave color aterciopelado, haciéndose más y más oscuro, como si un pintor invisible cubriese con sus pinceladas los bosques y las aguas del entorno, moviendo tranquila pero firmemente su gigantesca brocha a través del maravilloso fondo de nuestra isla… Débiles luces fluorescentes se encendieron a nuestro alrededor, resplandeciendo con brillo sobre los oscuros troncos de los árboles y ante los sublimes bambúes, pronto se desvanecieron en el plateado fondo madreperla del cielo iridiscente de la noche… Unos minutos después, miles de estas chispas fantasmales, heraldos de la Reina de la Noche, jugaban en torno nuestro, encendiéndose y apagándose, revoloteando en el aire, como lluvia de fuego, sobre la hierba y el oscuro lago… Y de pronto, ¡he ahí la Noche misma! Descendiendo silenciosamente sobre la tierra, ella asumía sus poderes soberanos. Con su llegada, todas las cosas se aquietaron y durmieron. Bajo su freso soplo, las actividades del día cesaron. Como una tierna madre cantaba una canción de cuna a la Naturaleza, y con su suave manto oscuro la arropaba amorosamente; habiendo acunado al mundo en sueños, velaba a sus cansadas y dormidas fuerzas hasta la llegada de la aurora…
Toda la Naturaleza dormía y sólo el hombre estaba despierto en esta solemne hora de la noche; no íbamos a dormir. Sentados alrededor del fuego, hablábamos casi susurrando, como si temiéramos despertar a la Naturaleza (…)
La Luna salió tarde, casi hacia las diez. Justo antes de su aparición, cuando las aguas del lago empezaron a tornarse más claras en la orilla opuesta y el horizonte se volvía perceptiblemente más brillante, asumiendo gradualmente un tono plateado lechoso, el viento se levantó de repente. Las olas dormidas se agitaron de nuevo; susurraron a los pies del bambú cuyas gigantes plumas se balancearon y murmuraron entre sí como si se transmitieran determinadas instrucciones… De pronto, en medio del silencio general, oímos nuevamente las mismas extrañas notas musicales que ya escuchamos al acercarnos por primera vez a la isla en el barco, como si a nuestro alrededor y por encima también se estuvieran afinando instrumentos de viento invisibles, se pulsaran cuerdas y sonaran flautas. Dos minutos más tarde, justo cuando otra racha de viento se abrió paso a través del bambú, toda la isla vibró con las cuerdas de cientos de arpas eólicas… ¡Y entonces, una sinfonía salvaje, terrorífica e interminable, explotó!
Resonó por los bosques circundantes y llenó el aire con una melodía indescriptible que hechizó incluso a nuestro corrompido gusto europeo. Su melodía prolongada era triste y solemne; ahora sonaba como el compás ondeante de una marcha fúnebre; luego, se transformó de pronto en una vibración tremolante, derramándose como el canto del ruiseñor, zumbando como la legendaria cítara automática, únicamente para morir con un largo quejido…
A veces, era como un largo y estirado llanto que rompía el corazón, tan triste como si una loba aullara por sus cachorros; otras veces repicaba como campanas turcas en una tarantela alegre y rápida; seguidamente, volvía a oírse una triste canción como de voz humana, o el sonido ligero del violonchelo, terminando con un sollozo o risa reprimida… Y todo esto se repetía en todas las direcciones por el eco burlón del bosque, como si cientos de fabulosos espíritus del bosque despertaran en sus verdes refugios para contestar a la llamada de esta salvaje rebelión musical.
El Coronel y yo nos miramos deslumbrados por la sorpresa.
-¡Qué maravilloso! ¡Qué sortilegio! –exclamamos casi al mismo tiempo-.
Los indos sonrieron y guardaron silencio. El Thakur fumaba su gargari tan relajadamente que parecía como si se hubiera vuelto sordo. Después de un breve intervalo, durante el cual nuestras mentes se preguntaron inconscientemente si esto era acaso debido a la obra de la magia, la invisible orquesta reanudó su concierto con furor todavía mayor, ensordeciéndonos momentáneamente. El sonido explotó e irrumpió a través del aire como olas irresistibles, atrapando nuestra atención. Nunca habíamos oído antes algo así; era un milagro inconcebible para nosotros… ¡Escuchad! ¡El viento traspasando el velamen como una tempestad oceánica, el estruendo de las olas enloquecidas cayendo unas sobre otras! ¡O el relámpago de las estepas silenciosas, con el viento bramando…
“Como un animal que aúlla,
Como un niño que llora!”[6]
Y ahora se parecía a la música solemne de un órgano… Sus poderosas notas comprimidas se derramaban por el espacio, ahora se detenían, se mezclaban y confundían como la fantástica melodía de un sueño deleitante, como una fantasía musical formada por los llantos y susurros del viento en la llanura.
Pero algunos instantes después, estos sonidos, tan maravillosos al principio, empezaron a cortar nuestros cerebros como navajas. Y parecía como si los dedos de los invisibles artistas dejaran de tocar las invisibles cuerdas, o de soplar en las mágicas trompetas para hacerlo ahora sobre nuestros nervios, estirando nuestros tendones e impidiendo nuestra respiración…
No quiero en este artículo enumerar todo lo que aprendemos al leer esta obra: los estudios que hace sobre los encantadores de serpientes; sobre la oposición entre los raja yoguis y los faquires y hatha yoguis; sobre la maldición, envenenando la India entera, de la codicia e ignorancia de los brahmanes; sobre talismanes (en concreto es de gran interés el estudio que hace sobre los dandas o bastones mágicos y los salagramas); sobre música antigua china e hindú; sobre simbología védica o arte islámico; las descripciones históricas que narra, de primera mano, de acontecimientos muy diferentes a los que narra la versión oficial, como en la rebelión de los cipayos; sobre los bardos de la Rajputania (bellísimo estudio con el que termina abruptamente el libro) y el poder de sus maldiciones en caso de injusticia o violencia. Y un larguísimo etcétera pues la autora no pierde oportunidad de conducirnos, como Virgilio o Beatriz en la Divina Comedia por entre los laberintos del alma humana, o por entre las ruinas de ciudades varias veces milenarias, o por el paraíso de ideas puras, alejando las sombras de nuestra ignorancia, como hace la luz y calor del Sol con los jirones de nieblas, hijas de la humedad y de la noche.
Pues por veces el tema se eleva hasta niveles de abstracción en que nos es difícil acompañarla. Y por otro lado tan necesarios para extirpar las dudas filosóficas. Por ejemplo, ella, como hizo en Isis sin Velo, en Doctrina Secreta y en otras obras, insiste una y otra vez que Nirvana no es “aniquilación”, que el Budismo y la Filosofía Oculta cree en Dios, pero no desde nuestro punto de vista tan odiosamente personal, que hay vida después de la muerte, y que el alma se va purificando en la infinitud de su viaje para volverse a asimilar con el Alma Padre o Fuego Eterno de donde surgió, como la Sofía de los gnósticos antes precipitarse en los abismos. Este error es muy frecuente en los estudiosos actuales de la filosofía budista y las explicaciones de esta autora nos serán muy útiles para aprender a no beber veneno cuando lo que queremos es elixir de inmortalidad, o por lo menos el Soma de una justa y luminosa comprensión de la vida y su sentido.
Finalizamos entonces, este breve artículo con uno de los grandes discursos filosóficos de Grutas y Selvas del Indostán, y que podemos leer en el capítulo 23:
“En este caso el “nombre de Dios”[7] es[8] un sinónimo de “Nirvana”, cuyo significado (a pesar de las opiniones de Eugène Bournouf, Barthelémy Saint Hilaire & Cía, o incluso las del profesor Max Müller) ha escapado constantemente a los eruditos del sánscrito y a los intérpretes del Budismo. Hasta hoy no se ha comprendido de forma correcta, porque es definido y comentado sólo en base al significado de la letra muerta.
Los más eruditos sacerdotes budistas de Ceilán, Birmania y Siam protestan contra estas interpretaciones diversas. Es verdad que los budistas no creen en un Dios individual como una personalidad independiente del Universo, pero su súmmum bonum o Nirvana, es idéntico al Moksha de los brahmanes. Es la unión final de una partícula infinitesimal, que en su separatividad es limitada, con el ilimitado e infinito Todo; es la vida eterna y consciente para el alma en la quintaesencia del espíritu divino. El alma es una chispa temporalmente separada, atraída y sumergida nuevamente en el inmenso y llameante océano del Alma Universal: la fuente primordial de Todo. Pero esta absorción final del alma individual, purificada de todo aquello que es mundano y pecaminoso, en el “Alma del Universo” (Ánima Mundi) no significa la desaparición o “completa aniquilación” del alma humana. Al exponernos esta teoría, el joven Dhammapadajoti singalés, un monje muy instruido, rompió un pequeño frasco de cristal lleno de mercurio y, dejándolo caer en un plato, empezó a agitarlo de un lado a otro. Las gotas del mercurio se separaban unas de las otras, pero al más mínimo contacto entre ellas se entremezclaban nuevamente.
-Aquí tienen al Nirvana y las almas –dijo-.
-¿Por qué entonces se considera tan difícil alcanzar el Nirvana? –preguntó uno de nuestro grupo-. Con la mutua atracción existente, cada alma, debido a su idéntica naturaleza con el Alma Universal, una vez liberada de sus cadenas mundanas, tendría que ser capaz de entrar en el Nirvana.
-Ciertamente, pero esta mutua atracción existe sólo bajo la condición de la absoluta pureza de sus partículas separadas. ¡Mire lo que va a suceder ahora!
Después de haber esparcido un poco de cenizas y polvo sobre otro platillo, dejó caer las gotas de mercurio en esta suciedad y añadió una gota de aceite. Las gotas, antes tan vivas, permanecían ahora quietas sobre el fondo del platillo, espesamente cubiertas de suciedad. Los intentos de acercarlas más a la gota más grande de mercurio fueron en balde: no se mezclarían con ella…
-Así son las consecuencias de la contaminación terrestre –explicó Dhammapadajoti-. Hasta que el alma no esté limpia de la última partícula terrestre, no puede entrar en el Nirvana ni vivir la vida eterna dentro de la esencia divina.
-¿Cree usted entonces en la vida más allá de la tumba?
Dhammapadajoti, se rió, pareciendo mostrar un ligero desprecio.
-Creemos en ella, naturalmente, pero intentamos evitar que tarde demasiado, ya que esto significaría un gran, aunque quizás merecido, pesar, como castigo de nuestros pecados. Vivir significa sentir y sufrir; no vivir, sino permanecer en el Nirvana, es sinónimo de eterna bienaventuranza.
-¿Pero significaría esto que ustedes buscan la aniquilación del alma?
-De ninguna manera. Sólo procuramos aniquilar los sufrimientos que son inseparables de la vida individual; intentamos alcanzar la felicidad incondicional en unión con el Alma Universal Suprema. Solamente el TODO es infinito y perfecto; en la separatividad, cada partícula se torna en finita y llena de imperfecciones y defectos.
Dejo todas las demás explicaciones a los metafísicos. Mi intención es sólo demostrar que nuestras más grandes autoridades en la filosofía del Budismo andan a tientas en este aspecto. Aquí hay otra prueba: en el primer volumen de sus conferencias, Chips from a German Workshop, en el capítulo sobre “El significado del Nirvana”, el profesor Max Müller, en una respuesta indignada a algún comunicante, intenta demostrar, basándose en el hecho de que la palabra Nirvana significa algo que desaparece o se extingue como la llama de una vela, que este significado basta para explicar claramente la religión budista. Según él, los budistas creen en la aniquilación del alma individual y anhelan solamente una cosa: dejar de existir algún día. En este artículo de Max Müller, el Buda aparece como un “ateísta” o un “egotista” (en el sentido metafísico de las palabras). Predica la bienaventuranza, “una recaída en aquel ser que no es otra cosa que él mismo”. Pero para la gran sorpresa e incluso pesar de sus seguidores, que ya se habían acostumbrado al mot d’ordre del eminente científico que clasifica a todos los budistas como “ateístas y nihilistas”, el estimado filólogo de repente da una inesperada volte face. En 1869, en una conferencia pública en Kiel, en una de las reuniones de la Asociación de Filólogos Alemanes, Max Müller anunció ante una gran asamblea su “largamente sostenida opinión” de que el ateísmo no tienen nada que ver en absoluto con las enseñanzas del buda, y que es definitivamente un gran error pensar que el Nirvana signifique en realidad la aniquilación del alma individual.[9]
Teniendo esto en cuenta, ¿habrá alguien que no esté de acuerdo con nosotros cuando decimos que “los grandes científicos” muchas veces abusan de su autoridad? Debemos recordar que el profesor Max Müller era reconocido como autoridad en asuntos de filología y antiguas religiones lo mismo en 1857 que en 1869. Para afirmar de manera dogmática que los antiguos creían esto o lo otro, uno tiene que penetrar primero en las profundidades de su pensamiento y entender no sólo su lenguaje, sino también sus notables ideas metafísicas; esto únicamente se puede hacer comparando todas las filosofías antiguas, ya que cada una tomada por separado es incomprensible… “Pero esto –se nos puede decir- es lo que están haciendo ahora nuestros filólogos, con el profesor Max Müller a la cabeza.” Sí, pero desgraciadamente las comparan sólo con la letra muerta; el espíritu vivo las ha esquivado constantemente en la atmósfera sofocantre y brumosa del materialismo… El estudio exclusivo de los Sutras, de las enseñanzas del Buda (el primer volumen del Tripitaka o “Las Tres Cestas”), y del tercer volumen de la misma obra (obra que vierte nueva luz sobre las enseñanzas del Buda y las completa), “El Sistema de la Metafísica” de Kasyapa, el amigo y discípulo del Buda, podrían iluminar la oscuridad llamada Budismo o la “Filosofía del Buda”. En los Sutras la realidad del mundo objetivo es llamada la ilusión de los sentidos: se demuestra que la realidad de las formas y todas las sustancias son peligrosas ilusiones; incluso la aparente realidad de la individualidad o del ego es rechazada. Pero precisamente aquello cuya existencia es denegada por todos los materialistas contemporáneos, aquello que intentan erradicar de la faz de la Tierra llamándolo mero desvarío e infundada especulación, los Sutras lo declaran la “única realidad en un mundo de ilusiones” y la “metafísica de Kasyapa” explica por qué es esto así. Esta realidad es el ego espiritual del hombre, un ego totalmente separado y distinto de la materia, incluso de la más sublimada. Únicamente la causalidad es realidad, ya que no tiene principio ni fin, ni pasado ni futuro, existiendo para siempre en el presente, y todas sus acciones son sólo fenómenos temporales y secundarios, “relámpagos en un océano de electricidad”. Todo pasa, todo cambia en su forma objetiva y, estando sujeto a la división en el tiempo y a la medición, todo es ilusión. La causalidad, sin embargo, es ilimitada e infinita y no puede ser medida; así es la única realidad.
Nirvana es nada porque es Todo. Parabrahman no tiene ni conciencia ni voluntad ya que es la absoluta “Conciencia Universal” y la voluntad incondicionada. La infinita Mónada de Pitágoras, sin principio ni causa, es la causa primordial de todo; después de la creación de la tríada, la Mónada que “mora en oscuridad y silencio”, vuelve a entrar nuevamente en su morada invisible e intangible. Y aún así, de acuerdo con Proclo, esta Mónada es el “Dios eterno” y todo el Universo gravita a su alrededor. Los cabalistas hebreos igualmente conciben a su Ain Soph como inconsciente y desprovisto de voluntad, ya que es la causa sin causa, y la traducción literal de la palabra Ain implica la negación de la palabra siguiente: nada. “El espíritu no tiene ninguna forma exterior y así no se puede decir de él que exista”, enseña la obra budista Prajña Paramita” (“la Perfección de la Sabiduría”):
-¿Qué es el Nirvana? –pregunta el rey Milinda al arhat santo Nagasena-. ¿Por qué conducen los frutos de los cuatro caminos de su virtud al Nirvana? ¿Cuál es la causa de la existencia?
-El camino hacia el Nirvana se puede señalar, pero su causa no la conoce nadie –contesta el sabio-
-¿Por qué?
-Porque el Nirvana es la causalidad misma. Lo que constituye al Nirvana –más allá de toda formulación- es un misterio que aparte de su propia naturaleza no puede ser alcanzado por la mente humana. El ojo no puede verlo, el oído no puede oírlo, la nariz no puede olerlo, la lengua no puede saborearlo, ni el cuerpo sentirlo.
-¿Por ello, oh Nagasena, el Nirvana no existe?
-Gran Rey, el Nirvana no existe sino es.”
Jose Carlos Fernández
Almada, 6 de noviembre del 2016
[1] El primer artículo aparece el 30 de noviembre de 1879 (según el Calendario Juliano, con doce días de diferencia con el nuestro o Gregoriano)
[2] Es casi seguro que con “un príncipe nativo destronado”, H.P.B. se refiera a Dalip Singh, el depuesto maharajá de Lahore (1837-1893), que llegó a Southampton el 18 de junio de 1854 desde la India, donde partió el 19 de abril a bordo del S.S. Colombo. Fue presentado a la Reina del 1 de julio. Los “veintisiete años” que H.P.B. menciona, deben ser aproximados. Se refiere a la temprana fecha en que se encontró por primera vez con el Maestro M. en su cuerpo físico. (N. del Editor inglés)
[3] Singh significa “león” en la lengua del Punjab.
[4] Simboliza que la Fuerza Creadora es divina. Es el símbolo no sólo de Siva sino el de todo “Creador”
[5] Literalmente, “Dos veces nacido”. Se llamaba así a los brahmanes iniciados.
[6] Del poema de Alexander Pushkin, Tarde de Invierno, escrito en 1825. (Nota del Editor inglés)
[7] Se refiere al final de un texto de una de las columnas de Asoka que termina así: “Entre quienes permanezca el nombre de Dios, en verdad ahí hay religión (o en verdad ahí crecerá la virtud)…”
[8] La aparición de la palabra Dios en una inscripción budista se convirtió en una constante fuente de disputa entre los eruditos del sánscrito. “Los budistas son ateístas, no creen en Dios, ni en la inmortalidad del alma”, dicen muchos. “Esta expresión de Piyadasi es una reminiscencia de su antigua religión: un término equivocado”. Me permito afirmar con seguridad que este punto de vista es absolutamente falso. Un budista, si ha sido instruido en y está familiarizado con los Sutras, la filosofía pura del Buda, cree tanto en una deidad –aunque, es verdad, en una deidad impersonal- como en una vida después de la muerte. Mi convicción no se basa en deducciones personales sino en cinco años de constante correspondencia con budistas eruditos de Ceilán y Birmania, miembros de la Sociedad Teosófica. No es culpa del Budismo el que hasta hoy nuestros científicos no sean capaces de entender su metafísica sutil y compleja. [Nota de H.P.B.]
[9] Ver Trübners American and Oriental Literary Record, 16 de octubre, 1869.