Cuando uno visita por primera vez la bella y moderna ciudad de Ankara, capital de la actual Turquía gracias al genio organizativo de Ataturk (1881-1938), uno de los lugares recomendados es una columna que se yergue, poderosa y solitaria en una plaza del barrio de Ulus, flanqueada por edificios gubernamentales, en un espacio abierto que fue ágora romana y después mercado otomano. No se halla esta columna en su emplazamiento original, cercano, sino que fue desplazada aquí por orden de Mustafa Kemal (Ataturk) hacia los años 20 del siglo anterior, que es precisamente cuando se comenzó a hablar de ella asociándola al emperador Juliano, llamada, desde la Edad Media, “minarete de Belkis”, la legendaria reina de Saba.
De 15 metros de altura (49 pies), se eleva, con su blancura de mármol, coronada por un capitel con hojas de acanto y blancos medallones, estilo identificado por los estudiosos como perteneciendo al siglo VI d.C., o sea, en plena época bizantina. No sabemos si esto es cierto o no, o sea, si fue elevada real e históricamente en homenaje al emperador Juliano, en el año 362 d.C. que pasó por esta ciudad, la Ancyra romana; o si es posterior erigida en nombre de un personaje desconocido, ¡otro misterio! O incluso, esta es la hipótesis más audaz, elevada en memoria de Juliano, el último emperador de la religión antigua, en un momento que celebrarlo era sacrilegio en todo el imperio bizantino, ya cristianizado. Pues sí que es extraño que no aparezca mención a nadie, o las señales de que hubiese una placa conmemorativa en el basamento de la misma. Por la tipología de este tipo de estatuas, y aunque ahora rematada por un nido de cigüeñas, en la cima debió alzarse, en bronce (según era tradición) la estatua de Juliano o del personaje a quien estuviese consagrada. Dado que la ausencia de prueba no es la prueba de ausencia, y que tan enraizado está en el imaginario popular su relación con Juliano, me inclino, en este artículo por esta versión, sin pretender ningún tipo de autoridad en esta materia, que debe ser examinada seriamente por los expertos.
La verdad es, sí, que el emperador Juliano, divino por sus gestas, virtudes, y relación con los poderes celestes, se estableció en esta ciudad, posiblemente en su camino hacia el Este, para combatir las tropas sasánidas de Sapor II. Aunque el verdadero centro de comando y gravedad en esta expedición estuvo en Antioquía, ciudad que tan mal trató, a pesar de los discursos de Libanio, a este último heraldo político de los Dioses en el Imperio Romano; según las tradiciones herméticas, el último del Imperio Romano. Pues según la versión de los magos y sabios neoplatónicos el genio del Imperio y su cuerno de abundancia, fue cubierto con un velo de muerte; y según otra, el Águila, signífer de Zeus-Jupiter, levantó vuelo hacia las altas montañas de Oriente, de donde retornaría pasados miles de años: el Imperio había muerto y comenzaba el proceso de desintegración de un gigante bondadoso, un proceso que duraría varios siglos hasta entrar en lo más oscuro y profundo de la Edad Media, una etapa casi lítica en la casi totalidad del otrora imperio, como muy bien ha demostrado en su “Caída del Imperio Romano” el historiador Adrian Goldsworthy. Tal como profetizó el filósofo Antonino, el hijo de Sosípatra, la Gran Iniciada del siglo IV, al respecto de la destrucción del Templo de Alejandría y lo que vendría después: “La alegría de vivir desaparecerá de la faz de la tierra”, pues la Justicia y los Dioses (o sea, las Virtudes Celestes y númenes tutelares) abandonaron los corazones humanos, impermeables ya en sociedad a sus efluvios bondadosos.
Ancyra, ciudad más importantes de los Gálatas, fue pacíficamente romanizada en los tiempos de Augusto, y convertida así en la capital de la provincia Galacia. Aún las ruinas del templo de Augusto, con un lienzo de blancas murallas intacto, sorprende al viajero, y a principios del siglo XX se encontró en una excavación arqueológica, en latín y en griego, y en una plancha en bronce el famoso Res Gestarum, el testamento político del emperador Augusto, que mandó grabar en 12 columnas de bronce en Roma y enviar copias a todas las provincias, para que se exhibieran públicamente. No deja de ser curioso que esto sucediera al mismo tiempo del renacimiento de Turquía como una nación moderna, e inspirada, lejos la ya gastada veste otomana, en el derecho de gentes romano y en la libertad de pensamiento y culto.
En varios siglos, desde Augusto, se había convertido en una floreciente urbe romana, base militar, centro de comercio y de industria, y aún de conocimiento y vida intelectual, famosa en todo el Imperio por sus escuelas retóricas, que Libanio, el panegirista del Gran Juliano, tanto impulsaría. En el artículo “In the Shadow of the Julian’s Column: The Late Roman Ancyra”, escrito por Tunc Turel de la Universidad Hacettepe, basándose en las descripciones de los oradores de la época (y que la moderna arqueología ha confirmado en gran parte), nos dice que entre los siglos III y IV había en la ciudad numerosas fuentes, ninfeos, acueductos, muros protectores de la ciudad, un palacio, la casa del senado, el agora, dos basílicas aptas para los deberes cívicos, un templo de Zeus, otro de Asklepios, el Gimnasio de Polydeo y el edificio de Theodotus, un anfiteatro, los baños de Caracalla, el templo de Augusto… entre otras muchas construcciones no mencionadas
Cuando Juliano llegó a Antioquía, ya emperador, para hacer retroceder a los sasánidas, el gran peligro en el Este; llegaba nimbado de fama heroica, como un nuevo Alejandro: había expulsado a los francos y alamanes, reconstruido ciudades, pacificado provincias; sus discursos amainaban las tormentas sociales y su combatividad era irresistible, su amor por la cultura y ecuanimidad dejaban a todos perplejos. Forjado en la mística neoplatónica, en la austeridad estoica y en la teúrgia caldea nadie quedaba indiferente ante su presencia. Libanio, el gran orador de Antioquía -y cuando murió nuestro héroe, su defensor a ultranza- nos ha dejado varios discursos de gran belleza en que nos lo describe[1]:
“Porque lo que afirman que significó Asclepio para Hipólito, fue precisamente lo que tú significaste para el conjunto del mundo civilizado. Has resucitado a quienes estaban muertos y el nombre de realeza ha cobrado ahora, como nunca antes, su vigencia. Diste su merecido a aquellos que hubiera sido injusto que no hubiesen sido castigados, pero no formulaste acusación alguna contra quienes tenían una oportunidad de salvarse (…) Los gobernadores de provincia no se ven dominados ya por la búsqueda de ganancias, sino que los inspira el temor y la esperanza de alcanzar honores. Esto último los inclina a la virtud, mientras que lo primero les disuade de prevaricar. Todo gasto inútil es desechado, es eliminada toda vía de enriquecimiento indecente y cualquier concesión razonable es valorada. Porque eres el único que sabe dar y negar adecuadamente: compensando las fatigas de los combatientes mediante regalos y no acabando con las artes de los taumaturgos, porque consideras que son de utilidad a la población, ni sintiendo admiración por ellas, por no tenerlas por cosa desconocida. Tu mesa es modesta y tus comensales discípulos de Platón, en compañía de los cuales velas por la tierra entera y el mar. Y si en el cielo tiene la Justicia un asiento al lado de Zeus, a tu lado se encuentran los más sabios del mundo gozando de la fecundidad de tu ingenio, que prodigas todos los días. Esta fecundidad es más variopinta, según creo yo, que todos los prados del mundo. Obra suya es enmendar la pobreza de las ciudades, que se encontraban desposeídas de los bienes que con justicia poseían desde antiguo. Ello daba lugar a que mansiones privadas se hicieran más suntuosas, en tanto que las construcciones públicas eran cada vez más feas. Y lo que es aún más hermoso e importante que esto: devolver al género humano a los dioses, antiguos tutores de esta raza, que desprovista de sus grandes pilotos, se encontraba zarandeada a la deriva y se desgarraba en los escollos. Entonces se produjo, como en los eclipses de sol, el cese de lo que la perturbaba y el retorno del brillo solar. El mismo acontecimiento llegó a ser ornato de las ciudades, como las coronas, y salvador, como las medicinas. Es decir, por los mismos medios por los que se embellecían, se anclaban sobre seguro. Y a ti habría que estarte agradecido en no menor medida que a Pelasgo el Arcadio. Pues no tiene menos mérito hacer que regresen los sacrificios en los templos, cuando se encontraban apagados, que enseñar a oficiarlos.
Ahora sería el momento más adecuado para desear vivir y hacer sacrificios por una vida más larga. Porque ahora ya se puede vivir de verdad, cuando soplan sobre la tierra vientos de felicidad, cuando reina una persona mortal pero un alma divina, cuando el fuego se levanta sobre los altares y el aire se purifica con el sagrado humo del incienso, ahora que hay hombres que obsequian a los dioses y ellos se relacionan con mortales. Creo que no sacarían más provecho las ciudades si el mismo Zeus eligiera regir las cosas de este mundo tomando la figura de un hombre. Porque las leyes de que se hubiera valido entonces son las mismas por las que nos regimos hoy en día. Ciertamente, nuestro Emperador tiene una penetrante mirada y es más agudo en sus reflexiones que cualquier Temístocles. Como está convencido de que es superior la sabiduría de los que son más poderosos, guía el mundo siguiendo los impulsos que le vienen del cielo, sin aguardar oráculos de lo alto y sin malgastar tiempo en la apatía de los emisarios que los consultan. Por el contrario, él mismo toma el lugar de la Pitia cuando lo necesita, sin contentarse con mirar el grave gesto de los adivinos y sin hacer que dependan de la voluntad ajena asuntos de tamaña importancia; consciente de que ésta es precisamente una de las enseñanzas que impartía Quirón y de que Heracles era adivino no menos que arquero, hiciste, con ayuda de los dioses, que Melampo pareciera un niño en lo que a prognosis se refiere. Por este motivo, aguardas o te pones en marcha cuando es mejor, no porque hayas deducido el resultado por la experiencia pasada, sino que emprendes los combates sabiendo cómo van a terminar. Tú tienes en persona el mando supremo del ejército pero sigues la guía de las potencias celestiales. Agamenón oyó cómo uno de sus subordinados le decía que, por un golpe de fortuna, mandaba sobre otros mejores que él, puesto que no les superaba en vigor. Sin embargo, en este caso, el poder reside precisamente en la valía del soberano. Y nadie creerá ser tan linajudo, que no piense que es con justicia que figura entre tus súbditos. Porque lo que en otro es hermoso, en ti lo es en mayor medida. Eres el único que ha reunido en su persona las cualidades que en los demás se encuentran por separado. No hay orador, soldado, juez, ni tampoco iniciador, filósofo ni adivino que pudiera sentirse más maravillado por sí mismo que por ti, porque has eclipsado sus acciones con las tuyas y sus palabras con tu elocuencia.”
De nada sirvieron la fama heroica y los discursos de Libanio. Antioquía era una ciudad corrompida por los placeres e insensible a la llamada de la virtud; y aceptó muy mal que nuestro filósofo y guerrero quisiera hacer renacer los viejos cultos, que fuera tan austero y que no se hiciera cómplice de sus desmanes. Además, la lucha contra los cristianos, enfurecidos por el resurgir de lo que pensaban culto demoníaco, hicieron ingobernable la ciudad, hasta el punto que Juliano decidió marcharse de ella escribiendo, en desahogo, su Misopogon (“el odio al hombre de la barba”, que él llevaba, como distintivo de filósofo).
Es en este contexto, de inicio de campaña contra los persas, o de viaje como emperador, que le hallamos en Ancyra, ciudad que debió recibirle con los brazos abiertos, pues se hallaba gobernada por una élite cultural forjada en las Escuelas de Filosofía y de Retórica, y porque a pesar de las prohibiciones a distancia de Constantino (“allá van leyes doquieran reyes”), la naturaleza de sus gentes se hallaba muy en concordancia con la antigua religión que les hermanaba con la naturaleza y sus poderes.
Ha llegado hasta nosotros, además, una carta del emperador Juliano al pontífice de Galacia, que por su puesto y responsabilidad, debía residir en Ancyra, capital de esta provincia. Le indica sus deberes y con qué debe tener cuidado para que su vida sea y además parezca santa, siendo así guía espiritual del pueblo y pontífice (quien establece el vínculo, el puente, entre los Dioses y los hombres):
A ARSACIO, PONTÍFICE DE GALACIA[2]
“¿Quién hubiera podido prometerse nunca un cambio tan repentino y maravilloso? ¿Pero, hemos de creer que ya está concluida la obra y no pensaremos en los medios con que ganó crédito la impiedad en el mundo, es decir, con la hospitalidad, con el cuidado de enterrar a los muertos y de tener una vida moderada en apariencia? Ellos fingen tener todas las virtudes: a nosotros nos corresponde practicarlas verdaderamente [Se refiere, claro está, a los cristianos].
No basta que seas intachable: así deben ser todos los sacerdotes de Galacia. Emplea la persuasión y las amenazas para obligarle a cada uno a vivir según su estado; y exclúyelos de las funciones del sacerdocio, si ellos, sus mujeres, sus hijos y familia no son fieles al servicio de los dioses. Adviérteles que un sacrificador no debe asistir al teatro, ni beber en las tabernas, ni ejercer en artes viles o deshonrosas. Honra a los que te obedezcan y depón a los demás. Establece en cada ciudad hospitales en que se puedan practicar los deberes de la humanidad con los pobres de cualquier religión que sean (…) Es una vergüenza que no haya un judío que viva de limosna, y que los impíos galileos, además de sus pobres, alimenten a los nuestros, a quienes nosotros dejamos carecer de lo necesario. Haz que los helenos contribuyan a estos gastos, y que sus pueblos ofrezcan a los dioses las primicias de los frutos. Acostúmbralos a estas buenas obras, e infórmalos que somos nosotros los primeros que las ponemos en práctica, como dice Homero, que pone en boca de Eumeo, al recibir a Ulises: ¡Oh, extranjero! Yo no trataré indignamente a un huésped: todos los huéspedes y los pobres son enviados por Júpiter; mi regalo es corto, pero estimado.
No suframos que esta nueva gente nos usurpe nuestra gloria, y con la imitación de las virtudes, cuyo original y tipo tenemos nosotros, cubran de oprobio nuestro descuido y humanidad; o más bien, no hagamos traición a nuestra religión, ni deshonremos el culto de los dioses. Si yo oyere que cumples con todos estos deberes, me colmarás de alegría.
No visites sino muy raramente a los gobernantes, conténtate con escribirlos; cuando entren en una ciudad, ningún sacerdote salga a su encuentro. Sólo cuando visiten los templos deben recibirlos en el vestíbulo. Ni se hagan acompañar estos allí por soldados, pero pueda seguirlos el que quiera; porque al poner el pie en el templo todos somos iguales; y sólo tú tienes derecho para mandar en ellos, porque así lo han dispuesto los dioses. El que se somete a esta ley da verdaderamente una prueba de religión; los que no quieran abandonar un momento el Fausto y la grandeza, son soberbios y están llenos de loca vanidad.
Estoy dispuesto a socorrer a Pesinunte, con tal que hagan sacrificios propiciatorios a la Madre de los Dioses; si La desprecian, no sólo sean culpados, sino que, me encolerizo al decirlo, incurrirán en mi indignación. Yo no debo socorrer a los que son odiosos a los dioses bienaventurados [Odisea. K. 74]. Les harás, pues, entender que si quieren que les socorra deben todos juntos invocar a la Madre de los Dioses.”
Pero este fue el canto del cisne del Imperio Romano, cuyos tres últimos años fueron gobernados por este hombre bueno, valiente y santo. Tres años de vívidos destellos de luz y gloria, como cuando muere una estrella en un súbito resplandor, que llamamos supernova. A partir de este mismo momento el Imperio comenzó a desmoronarse, las fronteras a retroceder, los bárbaros a campear a sus anchas en tierras sin cultivar, la discordia a deshacer en jirones una sociedad moribunda. Quien da fin a una obra debe tener la fuerza y dignidad de quien la dio nacimiento. Rómulo, hijo de Marte, comenzó el sueño de Roma, en él viven los primeros rayos de un Sol de Amor que nace. Augusto, hijo también de los Dioses, fue el Sol de Mediodía, y Juliano los últimos destellos de su luz y sangre de vida en el ocaso. Nos dice el historiador Sócrates el Escolástico, y es evidente que se basa en textos de la época que perdimos, que el emperador Juliano creyó que era la reencarnación de Alejandro Magno, o que su espíritu lo acompañaba en sus gestas y proezas. ¡Qué magnífico fin entonces! ¿Qué importa que una lanza cristiana lo traicionase, creyendo, infame hacer así un beneficio a su religión y al mundo? ¿Y qué importa que luego la Cristiandad santificase a este traidor por su “hazaña” y deslealtad fanática?, pues así es representado San Mercurio en la Iglesia, lanceando a su rey y señor. Frente a esta columna, erigida en agradecimiento a Juliano, en un momento en que ya no había medios artísticos ni fuerza social para elevarlas como las de Trajano o Marco Aurelio -ornadas por cientos de metros cuadrados con sus gestas imperiales esculpidas en su blanco mármol-, uno siente el amor de una ciudad a su héroe, a un Enviado del Cielo, su gratitud. Ancyra, como ya ninguna ciudad del Imperio era capaz de las grandes obras artísticas de un siglo antes, y el mismo Arco Triunfal de Constantino está construido vergonzosamente con restos de otros arcos y obras artísticas de siglos anteriores -¡qué metáfora de los siglos venideros!- no consiguió decorar esta columna con escenas de las hazañas de Juliano. Pero evoca con simplicidad y belleza un tronco de palmera, símbolo de la victoria sobre el tiempo, símbolo de eternidad, de los millones de años, según sabiamente expresaron los egipcios; la eternidad conmovida por las gestas de este emperador filósofo.
Jose Carlos Fernández
Almada, 10 de diciembre del 2015
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[1] Discursos Julianeos, de Libanio. Traducido por Ángel González Gálvez, en la Edición de Gredos, pag. 124 y ss., en “Discurso de Bienvenida a Juliano”
[2] La traducción de esta epístola ha sido extraída de la Historia Universal, de Cesar Cantú, escritor de sentimientos contrarios hacia nuestro héroe. No puede dejar de elogiarle sin faltar a la verdad, y no puede dejar de criticarle con acritud por ser él mismo cristiano. Cómo podía, en su época (la de César Cantú), elogiar un cristiano a quien no lo era, si pensaba que “excluido de la gracia de Dios”, por haber sido bautizado y apostatar, iba a ser consumido en las llamas eternas del infierno. En realidad Juliano sí que había sido bautizado y nunca renegó, fue bautizado, ungido por la gracia del Cielo en la Iniciación divina, y aún por la sangre del toro, poder del alma del mundo, en los Misterios de Mitra.