¡Oh alma mía, cogida como un pájaro en la liga, que cuanto más pugnas por librarte más te pierdes!
El cuerpo está con el rey, pero el rey no está con el cuerpo. El rey es una cosa…
Pero estos misterios de la eternidad no son para oídos de carne y de sangre…
Fragmentos del drama Hamlet, de Shakespeare
El ser humano es un ser despierto ante lo que le rodea. Está condenado a elegir; y condenado a ser responsable de las consecuencias de esta elección. Es libre, dentro de las limitaciones de su misma naturaleza. Como dirían los clásicos, es libre para convertirse en el servidor de su Yo Superior, de su alma inmortal; o en esclavo de sus furibundas pasiones inferiores, de la bestia que en él ruge y mora.
Quizás nadie como Shakespeare haya expresado el drama del hombre en la encrucijada de la existencia, condenado a “serpentear entre el cielo y la tierra”, atormentado por la duda, con un conocimiento que en él nace, pero sin la suficiente resolución de imponerse a su naturaleza animal, y aun cuando sea capaz, sin saber diferenciar entre el si y el no de su mente limitada y egoísta.
En su obra Hamlet, Príncipe de Dinamarca, expone en caracteres trágicos la necesidad de elección y acción, así como de asumir el papel teatral que nuestra alma reclama para cumplir una serie de experiencias, de purificaciones y de aprendizajes.
Las obras de teatro de Shakespeare están escritas como si fuesen obras de música, pero de una música de ideas, una música que sólo el alma oye. Igual que cuando escuchamos una sinfonía hay un tono musical que es la clave armónica de toda la pieza, lo que en Literatura muchas veces llamamos precisamente “tema”, en las obras de Shakespeare hay un verdadero “acorde” de conceptos, una Idea Fundamental, que la obra desarrolla según esquemas musicales. El análisis y la síntesis son la actividad de nuestra mente, inferior y superior, pero la música de ideas es un lenguaje que habla directamente a nuestra intuición. Por ello, en las obras de Shakespeare, como en todas las grandes obras, es más importante lo que permanece grabado en el trasfondo de nuestra conciencia (o inconciencia), que lo que podamos apresar con nuestra razón.
Pues bien, en Hamlet, Príncipe de Dinamarca, la clave que justifica y da sentido a toda la obra es la Idea del Hombre como encrucijada.
Qué es el Ser Humano, es la primera pregunta que se hace el alma que despierta. Qué es el Ser Humano, es la primera búsqueda del filósofo que todos llevamos dentro. Como ante la imagen de un Dios, primero el alma queda absorta ante su belleza y sus posibilidades infinitas. Shakespeare, como la Naturaleza misma, cantan su misterio:
¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades!, en su forma y movimiento, ¡cuán expresivo y maravilloso!, en sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!, en su inteligencia, ¡qué parecido a un dios!, ¡la maravilla del mundo!, ¡el modelo de los animales!
El hombre es la corona de la evolución en la evolución en la tierra; apenas, sin embargo, una chispa de esta esencia divina, confrontado a la luz espiritual que irradia de los astros.
En general, las obras de Shakespeare tienen más de una lectura. Aparte de la histórica que narra poéticamente una serie de acontecimientos objetivos, hay un alectura alegórica que se refiere a una serie de misterios relacionados con el alma.
Hamlet es el equivalente del Bhagavad Gita hindú, e incluso al mito de Osiris en Egipto. Un falso rey ha usurpado el trono, y ha convertido el reino en una escombrera. Y como en la versión egipcia, el hijo, a la manera de un Horus vengador, debe vindicar el asesinato de su padre (el Rey natural), vencer al usurpador y ocupar el trono. Como en el Bhagavad Gita, se narra la lucha de la conciencia humana (Manas) por recuperar su condición divina natural. Esta conciencia, Hamlet-Arjuna, es una imagen del Dios que mora en lo más íntimo del alma humana (Atma, un rey en el exilio). Lleva una copia exacta del sello de su padre, y es ésta la que le da el poder de vida y muerte sobre sus enemigos (es decir, la posibilidad de atar y desatar en el cielo y en la tierra, ya que el rey es el mago ceremonial del reino). Debe, sin embargo expulsar al faslo rey, al usurpador (Kama Manas, que gobierna la personalidad) y elevar de nuevo a su madre (la reina Budhi, la intuición mística) fuera del lecho incestuoso y putrefacto del asesino de su verdadero esposo, fuera del barro (tierra y agua) de la psique inferior.
Hamlet mismo se halla, como Arjuna, ante el dilema de la acción o no acción. Del ser o no ser. De sufrir los dardos de la insultante Fortuna, o hacer frente, armado, ante un mar de dificultades y acabar con ellas. También a él se le representa en medio de un campo de batalla (En el Acto III, escena IV, precisamente en medio de la obra), estrecho, como si fuera un puente entre dos riberas (el Antaskarana de la filosofía hindú), un trozo de tierra que no ofrece espacio a los combatientes para sostener la lucha, ni siquiera es un osario suficiente para enterrar a los muertos, una cáscara de huevo.[1]
Es evidente que la clave para que el alma recupere la dignidad es la acción, la Guerra Interior. Hamlet, máxime siendo él como era, príncipe y no ningún santo que se hubiera elevado por encima de las corrientes del mundo. Hamlet se repite a sí mismo esta necesidad de acción, que en su caso es vengar a su Padre y establecer la justicia en el reino, o sea dar un “justo golpe de estado” al que no llega a atreverse porque duda si tendrá o no razón, si será justo o no. No llega a decidirse por esta acción, por más que se lo recrimine el espectro de su padre asesinado y su propia conciencia:
¿Qué papel estoy haciendo yo, que tengo un padre asesinado (Atma), una madre mancillada (Budhi, o la Psique), fuertes acicates para mi razón (Manas) y mi sangre (Kama) y dejo que todo duerma en paz…? ¡A partir de este instante, sean de sangre mis pensamientos, o no merezcan sino baldón!
Hamlet debe ser una moderna versión de los Misterios de Horus Vengador, del Dios Halcón que vence al desierto, símbolo de la circunstancia adversa. El drama es que no se decide a actuar de verdad, y cuando lo hace, no dirige su acción hasta las últimas consecuencias: procesar al rey usurpador, acusarlo y ejecutarlo haciendo lo justo, y por tanto, estableciendo la paz. Por el contrario sus reacciones son violentas y causa de la locura de Ofelia (a la que también contribuye el que actúe contra su conciencia presionado por su padre, el chambelán y el rey falso), de la muerte de Polonio, y de que ofenda brutalmente a su madre.
¡Como me acusan todos los sucesos y cómo aguijonean mi torpe venganza!… No comprendo por qué vivo aún para decir: esto está por hacer, puesto que tengo motivo, voluntad, fuerza y medios para llevarlo a cabo. Hamlet debe pues actuar y donde quiera que esté la ofensa, caiga terrible el Hacha de Doble filo.
De todos modos, Shakespeare es tan hábil que el lector sigue dudando si estas acciones, violentas en su apariencia y naturaleza, no son sino la consecuencia del delito ejecutado por cada uno de los actores de este drama y que sufre, por tanto la venganza o el castigo de sus actos. Ya que el, Hamlet, por llevar el anillo del rey, tiene derecho de vida y muerte siguiendo su conciencia de lo justo, ¿no estará ejerciendo como un Horus vengador? La respuesta está como siempre en las consecuencias, el árbol se conoce según sus frutos: el árbol dinástico quebrado, el reino deshecho, y la tierra conquistada por el rey vecino son indicio de que Hamlet no actuó bien, a tiempo, perdió la oportunidad. ¿O más bien todo esto es signo de una fatalidad a la que él se entrega y de la que no es causa? De nuevo el ser o no ser, la duda de Hamlet, más amarga y difícil que la del Segismundo de Calderón de la Barca. El poeta Rubén Darío, el amado de las Musas, conoció este misterio, intuitivamente, cuando dijo, en su poema “Letanía a Nuestro Señor Don Quijote”: Antes que el vago Segismundo, el pálido Hamlet te ofrece una flor. Al Quijote, pues debería haber sido un poco como este para saltar el abismo de la duda que lo consumía.
Es evidente que Hamlet, como cada uno de los personajes de sus dramas, vive en cada uno de nosotros, y es dentro del alma que Hamlet vive como duda existencial, la necesidad de dar el salto, de salir de la inercia, de arriesgarse cuando es necesario en medio de la incertidumbre. Riesgo que sólo saben asumir del modo cierto las almas valientes y prudentes a una vez.
Hamlet representa, por tanto, el camino del alma más allá de lo convencional y establecido, de lo aparentemente seguro. No es fácil la tarea, desde luego, en este largo y espinoso camino hacia el cielo, pues uno debe convertirse en punto de apoyo para mover todo el universo. El punto de giro debe ser la Voluntad, más importante aún que los infinitos mundos, pues es quien los sostiene: ¿Quién podrá impedirte la venganza? Mi voluntad, no el universo entero. Y en cuanto a los medios de que dispongo, yo sabré dirigirlos con tal tino, que con muy poco irán adelante.
Sólo en la Acción se halla la posibilidad de atravesar la Gran Encrucijada que plantea Hamlet. Sólo la Guerra Interior asegura el éxito:
-¿Quieres dejarte conducir por mí?
-Ciertamente, señor, con tal que vuestras órdenes no me obliguen a la paz.
-Es para tu propia paz, cuando retorne…
Hamlet nos recuerda que la naturaleza del hombre es superior a la simple subsistencia material: ¿Qué es el hombre, si el principal bien y el interés de su vida consistieran tan sólo en comer y en dormir? Una bestia, nada más.
Platón enseñaba que el cuerpo es para el alma: casa, tumba, herramienta y cárcel. El alma ha descendido a esta tierra desde un mundo más puro y luminoso. Shakespeare recoge estas antiguas tradiciones. En Hamlet están expuestos, de un modo velado, enseñanzas que conciernen a este proceso de encarnación del alma. Por ejemplo, Laertes le dice a Ofelia las mismas palabras que le debe decir la conciencia humana a su Doble Celeste (o su Alma Gemela) antes de encarnar; antes de embarcarse en esta nave que es el Ser Humano, y que boga, “a través de la Naturaleza, hacia la Eternidad”: Mi equipaje está ya a bordo. Adiós, hermana, y siempre que el viento sea favorable y haya medio de comunicación, no te duermas, sino hazme saber de ti”. Y Ofelia (el Alma) responde: ¿Lo dudas?
Cuando Shakespeare quiere exponer las enseñanzas más esotéricas, más sublimes, recurre a las canciones, a los dichos de un bufón a las palabras de un loco. Es algo parecido a lo que hacía Platón en los mitos, en los que comunica las enseñanzas más profundas de su escuela de un modo encubierto y como por analogía, para que comprenda el que posee las claves. Así, Ofelia, enloquecida, murmura esta canción, que habla del descenso del alma a su tumba de carne y sangre.
Ofelia: Cantad abajo, bajito, y llamadle, que está abajo. ¡Oh! ¡Qué bien va con el tono este estribillo! Fue el infiel mayordomo, que robó la hija de su señor.
Laertes: Esta nonada dice más que muchos discursos[2]
Y la frase de Laertes: “Esta nonada dice más que muchos discursos”, literalmente debe leerse: “Esta no-cosa es mucho más que materia” (This nothing is much than matter), frase que tiene muchas lecturas desde el punto de vista esotérico, a cual más sublime.
Desde luego, cuando el alma es brutalmente arrebatada por la materia, y encarna en este mundo, podemos decir, con Ofelia:
Fue el infiel mayordomo, que robó a la hija de su señor[3]
Pero si el alma se halla encarcelada y ciega en un mundo que no es el suyo, ¿cómo reconocerá a su Señor, a su Dios? Canta Ofelia:
-¿Cómo te reconocería, dueño de mi corazón?
-Por el sombrero de conchas, la sandalia y el bordón.
Al Espíritu se le reconoce porque es un peregrino, pasa como el viento y deja su casi inaudible mensaje al alma. Sombrero de conchas, pues lleva adheridas en su esencia las estrellas (representadas por conchas de un mar celeste). Sandalia[4], pues a Dios no se le conoce sino a través de sus huellas en la naturaleza. El bordón, porque siempre se halla detrás del velo de la existencia. Lo condicionado no puede conocer a lo incondicionado.
La única alegría del Alma es el encuentro con su Padre celeste. Él es quien la hará florecer y abrir sus mágico s pétalos. Las antiguas culturas explicaban que este encuentro está representado en el encuentro de la Naturaleza con el Sol de Primavera. Por ello, Ofelia, representando el alma encadenada y enloquecida canta:
Mi buen Robín es toda mi alegría[5]
Si por el contrario, el Alma olvida su naturaleza y cree que su “esposo” es la personalidad, la tumba que devora el alma; no puede ya reconocer a su verdadero Señor, y se pierde en las corrompidas corrientes de este mundo. Le ocurrirá la maldición que proclama Shakespeare al hablar de la reina adúltera que olvida a su Rey:
¡Niégenme el sustento la tierra y la luz del cielo!
¡Rehúsenme sus placeres y reposo el día y la noche!
¡Cámbiense en desesperación mi fe y esperanza! ¡Sea toda la aspiración de mi vida la austera reclusión de un ermitaño! ¡Que todas las contrariedades que hacen palidecer el semblante de la alegría salgan al paso de mis ilusiones y las destruyan! ¡Que así en este mundo como en el otro, una eterna adversidad me persiga si, una vez viuda, vuelvo a ser esposa!
Ante el alma se abre, pues, este doble camino: uno que la eleva hacia su dios, otro que la hace descender aún más en su tumba. El alma, como la vaca IO en los Misterios griegos, está representada por una ternera que elige sus propios pastizales. Shakespeare, en Hamlet, también utiliza este antiguo símbolo mistérico.
¿Pudisteis dejar de pacer en tan hermosa colina para bajar a cebaros en tan cenagoso pantano?
El objetivo de la voluntad y la conciencia debe ser abrir los barrotes que aprisionan al alma en su cárcel. Deshacer sus ataduras de carne, no identificarse y perderse en este mundo que es como un juego de espejos. Tal y como ruega Hamlet:
¡Oh!… ¡Que esta sólida, excesivamente sólida, carne pudiera derretirse, deshacerse y disolverse en rocío…!
¡Qué fastidiosas, rancias, vanas e inútiles me parecen las prácticas todas de este mundo! ¡Vergüenza de ello! ¡Ah, vergüenza! ¡En un jardín de malas yerbas sin escardar; que crece para semilla; productos de naturaleza grosera y amarga lo ocupan únicamente!… ¡Que se haya llegado a esto!”
El alma debe combatir por su liberación, pero a la vez sumergirse en su propia naturaleza, en su propio silencio. Pues el silencio es divino y está lleno de fértiles creaciones. Hamlet, la conciencia, se dice a sí misma:
¡Quisiera que hubiese llegado la noche!… ¡Hasta entonces, silencio, alma mía!
Pero qué hacer mientras tanto con los pensamientos egoístas, con la vanidad que quiere una y otra vez exponerse al mundo para que la aplaudan; con el querer ser el centro de todas las miradas, con Kama Manas, el demonio burlón, en fin. Demonio que conoce y domina esta casa en la que vivimos, el cuerpo, pero que no quiere ni puede salir de ella, pues sabe que ha de morir con ella. Este demonio burlón y vanidoso está representado en la obra de Shakespeare por Polonio, padre de Ofelia. ¿Qué hacer con él? Hamlet responde:
Que le cierren bien las puertas para que no haga en ninguna parte el bobo sino en su propia casa.
Otro de los temas que se tratan en Hamlet, y que tan enraizado está con lo que es el hombre, es la relación con el prójimo. Shakespeare expone en Hamlet, como en el resto de sus obras, las reglas de oro de una cortesía de almas. Sus obras son, sin duda, más que un manual, la perfecta enciclopedia de la cortesía, de una cortesía esencial, que no cambia con las modas de nuestro tiempo. La actitud ante “el otro” es saber que nuestro destino final es el mismo y, lo sepamos o no, el mismo nuestro Ideal. Pues si la naturaleza humana es una, una es su senda y una se estrella. El fundamento de la cortesía está en reconocer, como hace Hamlet con Laertes, que, en la imagen de mi causa veo el retrato de la suya.
Todo hombre es tu hermano amigo y tu hermano enemigo. Pues en él, como en ti, vive aquello que te puede despertar a la vida, o dar la muerte. Todos los hombres son tus instructores, pero el alma debe permanecer despierta y atenta. Parecen extraídas de los antiguos Misterios Iniciáticos las palabras de Hamlet a Ofelia:
No te fíes de ninguno de nosotros.
La llave para conocer al prójimo es conocerse a sí mismo. Entender y saber escuchar a los demás ayuda a entendernos a nosotros mismos:
Conocer bien a un hombre sería conocerse a sí mismo.
La desgracia de los hombres, lo que impide que mostremos al Dios que alienta en el alma es que sabemos lo que somos más no sabemos lo que podemos llegar a ser. No debemos compadecer al hombre, no compadecernos de nosotros mismos, sino dejar que las radiantes lágrimas caigan en el corazón y en él permanezcan sin enjugar[6] hasta que se desvanezca la causa que las originó. Estar atentos a la enseñanza que trae el dolor:
¡No me compadezcas! Presta sólo profunda atención a lo que voy a revelarte.
Shakespeare, en Hamlet, presenta la vida como un escenario de teatro, al que llegamos con una nueva personalidad: cada actor llegó entonces, montado en su borrico. También el drama de la vida, el teatro de la existencia, es el anillo en que nuestra Alma, el rey que vive en nosotros queda atrapada y deslumbrada:
El drama es el lazo en que cogeré la conciencia del rey.
Pero es necesario, ante todo, asumir el protagonismo que nos es propio, actuar, dado que este es el mundo de la acción, el mundo de la representación teatral. Vivir el mundo como voluntad es entregarnos en cuerpo y alma al papel que n os ha tocad representar, hacerlo bien, de un modo impecable, sabiendo que los Dioses mismos contemplan nuestra acción. Vivir el mundo con Inteligencia es comprender los motivos de la existencia, entender el entramado, saber que la vida es una obra de teatro y comprender las leyes que la rigen.
El problema de Hamlet es el retraso en la acción cuando la elección ya está hecha. Nosotros, como él, debemos asumir el rehacer un mundo nuevo con nuevos valores, y no desesperar ante tan ardua misión:
¡El mundo está fuera de quicio!… ¡Oh suerte maldita!… ¡Que haya nacido yo para ponerlo en orden!
Esta es una afirmación que todo ser humano debería hacerse, pues, desde cierto punto de vista, cada hombre es el centro del mundo, el eje de su propio universo. Todos deberíamos, como Hamlet, reconocer la fuerza que puede erguir nuestras almas y enderezar nuestros rumbos y proclamar con él: Mi destino me llama a voces y vuelve la fibra más tierna de mi cuerpo tan robusta como los nervios del León de Nemea.
Sólo así, y parafraseamos a Shakespeare, podremos tañer nuestra alma, conocer todos sus registros, arrancarle el más íntimo de sus secretos, sondearla, haciendo que emita desde la nota más grave hasta la más aguda; habiendo en ella tanta abundancia de música y tan excelente voz.
José Carlos Fernández
[1]Del huevo de la Personalidad, siendo la cáscara lo que le permite o impide a la mente abarcar el universo (de nuevo el misterio de Antaskarana) [2]En el original inglés dice: You must sing. Down, a-down, and you call him a-down-a; que leído se pronuncia: “Dan, Adán, y tu puedes llamarle Adana. Dan significa, en lenguaje bíblico, Juez; Adán, lo Primero, el Hombre; y Adamas es tierra. Está hablando de la condición del hombre (Adán), que desciende y se reviste de tierra y agua, de un cuerpo material (Adamas) y se convierte en juez (Dan) de sus propios actos en el lugar de las pruebas que es esta tierra. [3]El “mayordomo” es el que dispone y ordena todo en la casa. Vive en ella y no puede salir. Es lo que los orientales llaman Kama-Manas, que dirige y mueve la Personalidad, la Casa del Hombre. El Señor es el Dios interno, a quien el mayordomo debería ser fiel. Su hija es la conciencia humana, o el Alma. [4]Símbolo del Dios Uno, del que conocemos sus huellas, pero no quién es. Símbolo, por tanto, como Amón del Eterno Desconocido, del Misterio. [5]Robín es un nombre que significa rojo, encendido; una palabra que utilizaban los romanos (cultura que tanto amó Shakespeare) para referirse a la Primavera esmaltada de flores. Robin (o Rubens, en latín) designa al Sol de Primavera. [6]Como enseña, y transcribimos literalmente, Voz del Silencio.