
En la obra “El Filósofo Autodidacto”[1], de Ibn Tufail (nacido en Guadix, Granada en torno al 1110 y fallecido en Marrakech en 1185), verdadera joya del pensamiento sufí, se describe la alegoría de un hombre criado en una isla desierta que, siguiendo la luz de su inteligencia natural llega, por sí sólo, a penetrar en la esencia del alma de la Naturaleza. Y obtiene respuesta sin sombra de dudas a todas las preguntas que laceran al alma humana, arrancándola de su inercia y laxitud: ¿Quién soy? ¿De donde vengo? ¿A dónde voy?, ¿Cuál es el significado último de cuanto me rodea? ¿El universo fue creado o es producto del acaso? ¿Cuál es la naturaleza de las inteligencias que gobiernan la existencia?. Es, claro está, una nueva y original forma de presentar el mito de la caverna de Platón (Como lo es, también, por ejemplo, Juan Salvador Gaviota de Richard Bach), pero no en base a intelectualismos sino gracias a una vívida comprensión filosófica.
Havy, éste es el nombre del protagonista (y que Daniel Defoe convertiría en Robinson Crusoe), sabe que todos los hombres pueden hacer ese camino que lleva al corazón de la Realidad y se entristece al comprobar que pierden el tiempo en naderías y jugando con sombras. Sabe que para quien ha desarrollado su llama interior hasta el punto de comprender y vivir las leyes de Armonía que rigen el Cosmos, no son necesarias las leyes sociales, los sistemas religiosos con sus rígidos rituales, los tribunales jurídicos, pues su voz interior, esa voz que nace en el silencio es el más fiel y puro de los consejos, la más firme de las sentencias, es la Voz de Dios en el desnudo santuario del Alma humana.
Porque la opinión de Havy era que nadie debía comer más cosas que las precisas para que subsista un soplo de vida; y respecto de las riquezas, nada eran a sus ojos. Veía las disposiciones de la ley, relativas a este punto, como la limosna ritual en sus varias clases, las ventas, la usura, las penas dictadas por la ley o dejadas a la apreciación del juez, y todo esto le parecía extraño, a la vez que lo hallaba inútil; y entre sí decía que, si los hombres comprendiesen este asunto en su realidad, se apartarían seguramente de las cosas inútiles, dirigiéndose sólo a la Verdad y prescindiendo de todas las leyes citadas; nadie tendría propiedad privada por la que hubiera de pagar limosna legal, o por cuyo hurto se pudieran cortar las manos, o cuyo robo público hubiera de castigarse con pena capital. Lo que le sugería tal creencia era su opinión de que todos los hombres están dotados de un natural excelente, de una inteligencia penetrante, de un ánimo resuelto. No sabía lo estúpidos, imperfectos, faltos de juicio e inconstantes que son los hombres; ignoraba que son “como las bestias y aún más extraviados que ellas del buen camino” [2](Corán, 25, 44)
Según este ejemplo y alegoría, las leyes nacen para guiar hacia lo Justo, y por tanto, al Bien, a las sociedades; o quizás, mejor, para encauzar el rumbo de quienes no pueden leer y cumplir el dictamen del Deber en su alma: garantizando así la convivencia armónica y la cohesión social. Las leyes nacen, como las costumbres, de un modo de percibir el mundo, de una forma de pensar que varía según los tiempos y según los cambios en la psicología, necesarios en la andadura de este gigante proteico que es la Humanidad. Es la conocida máxima de Cicerón en Las Catilinarias: O Tempora, o mores; cuando afirma que como cónsul, podía hacer uso de un Decreto del Senado con el que sentenciar a muerte a quien considerase podía poner en riesgo o perjudicar la Res Pública, el Bien Común, pero que los tiempos en que se vivía ahora esta no era la costumbre, o mejor, que se carecía de la autoridad y fuerza moral para cumplir este decreto sin despertar todos los recelos o todas las furias.
Esta confrontación de forma de pensar, de leyes y costumbres es una verdadera lucha de “formas mentales” y el motor de exclusivismos, desconfianzas y aún de guerras. Y ya que vamos a hablar de los jueces de la Córdoba Omeya, este enfrentamiento entre creencias se expresa muy bien en las tensiones y guerras que vivían musulmanes y cristianos. O en situaciones tan atípicas –en aquel entonces -como la de Dabha, una “mártir” en la Córdoba del emir Abd Allah (en torno al 905 d.C.).
Esta tal Dabha, posible transcripción árabe deformada del nombre cristiano Dulce, es una cordobesa que blasfemó contra Alá en la mezquita aljama de esta ciudad que fue capital del mundo en el periodo omeya. Y lo hizo intencionadamente porque sabía que la pena por ley ante este delito era la muerte, y ella quería como mártir, elevarse hasta el cielo de los justos y llegar ante el trono de Dios, ignorando quizás que Dios debe ser el mismo independientemente de los nombres que se le den. La historia está narrada en un documento jurídico de principios del siglo X e incluido en el Diwan al-Ahkam al-Kubra, obra en que se exponen asuntos concretos ante el tribunal del juez (cadí) y en los que dicho magistrado solicita el dictamen de los juristas integrantes de su consilium (sura)[3], obra de`Isa b. Sahl, autor jiennense de la segunda mitad del siglo XI.
Es interesante recordar que el problema que tenían los musulmanes con los cristianos no se debía, de ningún modo, a que pensasen que el Dios que adoraban –los cristianos- fuese diferente del Único, sino que precisamente no aceptasen la unicidad de este Dios, que se convertía en tres y en numerosos santos que eran adorados como los dioses de las tradiciones paganas, con otros nombres y formas. En este ejemplo se ve muy bien la pugna de “formas mentales” o de concepciones del hombre, del mundo y de Dios que llevan a enfrentamientos. Enfrentamientos que nacen, en definitiva, de la ignorancia. Siendo, como somos, criaturas mentales, la cuestión de los nombres no es un asunto baladí. Como diría el profesor Livraga (m. en 1991), el hombre es hijo de la definición, y como tal ansía siempre cosas definidas y definitivas; para él la duda, esa especie de “no ser” entre dos objetos delineados, es un horroroso abismo[4], y así es que las facciones lucharán embanderados con las diferentes definiciones de lo mismo…
El proceso fue entablado ante el juez de Córdoba Ahmad b. Ziyad (m. en 924 d. C.), y por tanto en tiempos del emir Abdallah. La suerte reservada al blasfemo, si era “tributario” (o sea, judío o cristiano) por injuria que no implica infidelidad, será ejecutado, a menos que abrace el Islam[5]. La sentencia no se conoce, pero Dabja fue sin duda decapitada o quemada, a no ser que se arrepintiera. Pues al apóstata se le exhortaba a arrepentirse durante tres días desde el momento en que era probado el delito. Y sólo si persistía en su actitud era ejecutado. No se tenían tantas contemplaciones con los propios musulmanes en que el delito de blasfemia era penado con la muerte sin posibilidad de arrepentimiento. Este rigor, terrible, en una falta que ahora, en la civilización occidental sería declarada, sólo, como de “mal gusto” o incluso progre nos es muy difícil de comprender y pensamos que es una brutalidad, pero si hubiésemos nacido en aquella época –y esto es más terrible aún- lo hubiéramos considerado ley de vida, tanto desde el bando cristiano como del musulmán: Otra vez, O tempora, o mores.
El título de este artículo reza “Los Jueces incorruptibles de Córdoba”. Nos hemos acostumbrado a oír que todos los hombres tienen un precio, pero el alma humana no lo tiene, como no lo tiene el amor o las verdaderas oportunidades perdidas. Evidentemente no todos los jueces de la Córdoba Omeya fueron siempre impecables en sus decisiones y sentencias, o en su vida privada. Y siendo, como era, el cargo más importante y de mayor responsabilidad –casi, como veremos, equiparable al califa- muchas ambiciones aleteaban a su alrededor, y no siempre la elección fue la acertada. Además no siempre defendían la Justicia, en abstracto, sino las leyes que eran garantía de un orden social y de un sistema de creencias que en muchos aspectos nos parece hoy aberrante; en pugna, muchas veces con el sentido elemental de justicia y con el derecho de gentes, tan propio de la mentalidad y la ley romana.
Y aun así, cuando leemos la obra de Abu Abdullah Mohammed ibn Harit al Jushani Historia de los Jueces de Córdoba[6], redactado en tiempos de Al Hakem II, medio siglo antes de la desintegración del califato omeya en los reinos taifas, nos sentimos conmovidos por su vida casi ascética, su sentido de sacrificio, pureza e inteligencia penetrante evidentes en muchas de las anécdotas narradas.
Hay muchas historias que ilustran, en este libro, el carácter de estos jueces y durante este artículo nos ocuparemos de varias; pero quizás la mejor sea la del juez (cadí) Mohamed ben Baxir[1] en tiempos de Al Hakem I:
Cuando por virtud del llamamiento del monarca venía hacia Córdoba, no sabía aún para qué era llamado y, al llegar al llano de Almodovar, se fue a ver a un amigo suyo que vivía allí: era este amigo un siervo de Dios (es decir, un ermitaño). Paró en casa del eremita y habló con él de su viaje y de la orden del monarca; y hasta apuntó Mohamed la sospecha de que se le quería obligar a aceptar la secretaría del juzgado de Cordoba, cargo de que antes había dimitido. Su amigo el ermitaño le dijo:
– Yo creo que te deben llamar para el cargo de juez, porque el que lo desempeñaba en Córdoba acaba de morir y Córdoba está sin juez.
– Puesto que tú dices eso –repuso Abenbaxir- y a ti se te ha ocurrido esa sospecha, quiero yo pedirte consejo en este asunto; te ruego que me aconsejes y digas lo que tú creas mejor que deba yo hacer.
– Antes de darte un consejo contestó el ermitaño- necesito preguntarte acerca de tres cosas; tú contéstame con toda sinceridad, y luego no tendré inconveniente en darte mi opinión.
– ¿Cuáles son esas tres cosas? –preguntó Mohámed ben Baxir.
– ¿Tienes –le dijo el ermitaño- mucha afición a comer manjares exquisitos y a vestir telas preciosas y montar en ágiles cabalgaduras?
– No me preocupa- contestó Mohámed- lo que haya de comer para matar el hambre, ni los vestidos con que haya de cubrir mi desnudez, ni la cabalgadura que haya de montar.
– Esta es una de las cosas –le dijo el ermitaño-. Ahora dime: ¿tú tienes bastante fuerza moral para resistir la tentación de las caras bonitas y otros apetitos de esta índole?
– Pardiez –repuso Abenbaxir- esas cosas no me han preocupado jamás, ni he pensado en ellas, ni hago caso, aunque me falten.
– Esta es la segunda cosa –dijo el ermitaño-. Vamos a ver la tercera: ¿gustas tú que la gente te alabe y ensalce? ¿Te disgustaría el que te dejaran cesante, por haberte encariñado con el cargo?
– Me importa poco –contestó Mohámed- haciendo yo justicia, de si me alaban o desalaban; ni me alegra el que me nombren; ni me entristecería porque me dejaran cesante.
– Tomando las cosas en esta forma –dijo el ermitaño- debes aceptar el cargo de juez; nada hay malo en que lo aceptes.[2]
Y no le pregunta si tiene miedo a la muerte o a la tiranía y presión que pudieran ejercer aquellos que están en las tramas del poder ya que en aquella época a la muerte la temían sólo las almas vulgares. Tanto el cristiano como, y más específicamente el musulmán de la Edad Media estaban demasiado y continuamente cerca de la muerte como para temerla. Sabían además que estaban en las manos de Dios y no de sus enemigos, aunque a veces ésta fuera la apariencia.
Julian Ribera, de la Real Academia Española, en el prólogo que hace a esta obra sintetiza muy bien –y basándose nada más que en el texto de Aljoxaní- cómo era el orden judicial en la Córdoba Omeya. En él nos vamos a basar para reconstruir el panorama jurídico de esta Córdoba que era señora del mundo, de esta ciudad que el mismo Aljoxaní describe como la “gran metrópoli, ciudad natal de los califas, sede de la más alta autoridad religiosa, centro de la comunidad musulmana, mina de las virtudes, residencia de los hombre superiores, depósito de las ciencias, punto de reunión de los sabios, capital del mundo”:
El cadí o juez de Córdoba era nombrado por el soberano, era uno sólo y no podía delegar en otro que le sustituyera: cuando la edad, los achaques, la propia y espontánea voluntad del califa (o el emir, antes de Abderrahmán III), o incluso, la necesidad o deseo manifiesto de ir a la guerra santa no permitían el ejercicio personal y directo del cargo, se le destituía y se nombraba a otro; por veces la ciudad permanecía durante más de seis meses sin juez. De esta obra de Aljoxaní se deduce que, por lo menos en los primeros tiempos no fue necesario instrucción literaria, teológica y ni siquiera jurídica, sino más bien que fuera afamado por su vida santa o su alma pura. Algunos de estos jueces fueron tachados de ignorantones, y cuando eran expertos en materias notariales, o verdaderamente literatos u oradores; o si simplemente redactaban con elegante retórica los documentos, siempre lo hacen notar en su biografía. Además, en su consilium siempre había algún letrado o letrados que eran consejeros técnicos, los muftíes que podían auxiliarle en su dictamen.
Como dije antes, lo que el pueblo andaluz exigía a sus jueces eran cualidades morales, y por lo general, estos se distinguieron (nos estamos refiriendo siempre a Córdoba y a su etapa omeya) por su integridad –de la que eran testimonio la escrupulosa publicidad de sus actos judiciales- el trato llano, la simplicidad de vida, rayana, por veces en el ascetismo, el valor en su criterio equitativo[3] a la hora de administrar justicia (desafiando en muchos casos a los más poderosos y aún al califa, que con un simple gesto lo podía deponer o incluso ejecutar), su enérgica resolución, de modo que por la constancia y firmeza de carácter de los que ocuparon esta dignidad, convirtiéronse en principios políticos de aplicación práctica, las normas de igualdad social establecidas por la ley religiosa.
Inicialmente el juez de Córdoba era también, y por delegación del monarca, el jefe de la oración en los oficios solemnes en la gran mezquita; pero como este último cargo estaba reservado a la nobleza árabe y el juez podía ser cualquier musulmán (árabe o andalusí), finalmente estos cargos fueron separados. Y es que al principio los jueces de Córdoba fueron árabes siríacos o egipcios, o sea, los árabes más civilizados por haber vivido en las regiones en que estuvo enclavado el imperio romano o bizantino; pero poco a poco el foco cultural, por excelencia fue trasladado a la misma capital omeya.
Eran de su competencia todos los asuntos regulados por la ley religiosa, y en este sentido –mientras se mantenga, claro, en su nombramiento- se halla por encima de toda autoridad, incluso la del monarca, sus ministros, palaciegos y nobleza árabe. Y por supuesto es superior al zabazoque, al almutacén y a los notarios, que le debían reconocer como autoridad superior y ejecutar sus dictámenes o resoluciones, en el tribunal o en cualquier lugar y momento del día. Sus competencias como juez de la Corte no traspasaban los límites del territorio o provincia de Córdoba. Cada ciudad y provincia tenían jueces propios que no dependían jerárquicamente de él, sino directamente del califa. Sus fallos eran, por tanto, inapelables ante autoridad superior. Sólo el monarca podía invalidar sus providencias, asumir el caso (por ser, de facto, la máxima autoridad religiosa y política) e incluso destituirle. Pero rara vez lo hacían e incluso soportaban muchas veces la persistencia del juez en su resolución, para hacer prevalecer el espíritu de justicia y la confianza ante el pueblo, mostrando cómo el mismo califa se sometía al deber y no se dejaba llevar por sus deseos. Hasta para destituir a un juez, aunque no tenían que dar cuentas a nadie, tomaron la precaución de informarse públicamente entre los elementos más prestigiosos de la sociedad, siendo el pueblo el “termómetro” de su justicia o injusticia (los tribunales eran públicos), ya que, como dice el refrán “vox populi, vox dei”
Esta independencia del juez que sentenciaba muchas veces en contra del gobernante (emir o califa) o desafiaba, si esto era lo justo la autoridad del mismo es muy clara en la siguiente historia
Elabás ben Abdala El Meruaní arrancó violentamente un cortijo a un hombre de Jaén. El hombre murió y dejó varios hijos. Cuando éstos llegaron a mayor edad y tuvieron noticias de la rectitud y justicia de Mosab ben Imrán, se fueron a Córdoba, denunciáronle la injusticia que con ellos se había cometido y probaron al juez su derecho. El juez, en su vista, mandó citar a Elabás ben Abdalá, haciéndole saber lo que aquellos reclamaban y dándole noticia de los testigos que se habían presentado a declarar en contra suya. El juez le invitaba en la citación a que contestase la demanda; fuéle concedido plazo tras plazo para contestar; pero, al fin, se acabaron los plazos, y, visto que desistía de defenderse, el juez le notificó que iba a dictar sentencia contra él. Entonces Elabás se fue a ver al juez que se inhibiera en el asunto y que fuera el propio soberano quien sustanciase y decidiese el pleito. El monarca llamó a un paje suyo, que se llamaba Vicent, y le encargó que dijera a Mosab ben Imrán que se inhibiese. Pero, al cumplir el monje la orden del soberano, Mosab le dijo:
“Los demandantes han probado su derecho, para lo cual se han visto obligados a hacer grandes sacrificios y muy perseverantes trabajos y molestias, porque viven lejos de Córdoba; y como han probado el derecho que les asiste en su demanda, yo no puedo dejar de entender en este asunto hasta dictar sentencia.” El paje volvió a palacio a comunicar al monarca las palabras que le había dicho el juez. Elabás entonces comenzó a instigar y decir al soberano que el juez menospreciaba la dignidad del monarca y que aquél pensaba que correspondía al juez por derecho propio, y no al monarca, la autoridad de juzgar. El soberano, en vista de esto, volvió a enviar al paje para que dijese al juez: “Es preciso que te abstengas de intervenir en este pleito; quiero ser yo personalmente el juez que decida”
Pero cuando el paje volvió a presentarse ante Mosab, para cumplir la orden del soberano, Mosab le ordenó que se sentara, e inmediatamente se puso a escribir: dictó sentencia en favor de los demandantes , diciendo que a ellos pertenecía el cortijo; luego autorizó la sentencia haciendo firmar a los testigos y, cuando todos los requisitos legales estaban cumplidos, dijo al paje: “Puedes ir a comunicar al soberano que yo he realizado todo lo que de ley me compete, como juez; si él, como soberano, quiere derogar la sentencia, puede hacer lo que le plazca.” El paje entonces se marchó a comunicar al soberano las palabras del juez; pero en vez de comunicarlas tal cual él las había pronunciado, trabucó los términos y dijo al monarca: “Me ha dicho el juez: yo he resuelto la cuestión, como en justicia debe resolverse; el soberano, si puede, que derogue la sentencia.” El soberano bajó la cabeza y se quedó pensativo. Elabás insistió en azuzarle y encenderle en cólera; pero quiso la providencia que Alháquem I se calmara un poco y se serenara, serenidad de ánimo que cuadra mejor y es más conveniente a los que Dios ha puesto en la tierra como califas y pontífices suyos. Alháquem sólo se desahogó, diciendo: “Cuán vil es aquel que tiene que sufrir que la pluma del juez le pegue en el rostro”. El soberano se portó luego con él como si nada de esto hubiera ocurrido; no le opuso ninguna dificultad, y el juez pudo ejecutar su sentencia.[4]
A diferencia con las cortes orientales, en la Córdoba Omeya el cadí no estaba nunca implicado en asuntos de política, ni se dedicaba a dirimir contiendas con judíos y cristianos (existían autoridades judiciales propias), ni en asuntos de policía o de justicia penal (salvo si el motivo era infringir una ley religiosa), su curia era muy sencilla; despachaba personal y directamente sus asuntos, sin delegaciones ni sustitutos, no entró en las tramas de poder y tensiones políticas ni religiosas -y si alguno lo hizo, fue inmediatamente destituido de su cargo- los abusos fueron lo más rápidamente corregidos por el mismo califa o emir (nombrando a otro juez), hubo bastante estabilidad en el cargo y ningún borracho, mujeriego ni ladrón ocupó esta dignidad; y cuando recayó las sospechas sobre alguno, fue destituido. Esta vida frugal y consagrada sirvió de ejemplo al pueblo para no sólo respetar la ley sino seguirla, seducido por el ejemplo. Los monarcas atendieron con escrúpulo el buen sentir popular en la hora de la elección, sin ceder a las presiones de sus favoritos ni a las intrigas palaciegas.
Y por más que se sujetaran a las interpretaciones malequíes, que eran las finalmente se impusieron en la Córdoba Omeya[5], había ocasiones en que los jueces tenían que resolver según la equidad natural, lo cual les llevaba a tomar decisiones prudenciales, que vinieron a formar jurisprudencia genuinamente española, ya en parte sustantiva de doctrina, ya en materia procesal. Uno de los asuntos en que la conducta de los jueces de Córdoba no se atuvo estrictamente a la tradición musulmana fue el castigo de los borrachos: los jueces de Andalucía se vieron precisados a hacer la vista gorda en esta materia.[6]
Respecto al orden del proceso: el juez elegía donde quería establecer su tribunal, que siempre debía estar abierto al público; bien en su casa, en una mezquita determinada –en la Córdoba Omeya existían centenas de ellas, muchas de las cuales fueron transformadas en iglesias en la época fernandina-, o, y esto era lo más común, en la mezquita aljama, en la sala de oración, en el pórtico –si los litigantes eran cristianos o judíos- o en el patio. Allí se sentaba el juez, en la posición que quisiera[7], sin gran aparato, y ante él acudían los litigantes. El demandado tenía que presentarse mediante citación judicial. El orden era conservado o por simple respeto hacia el juez, o por los azotes que el mismo juez ordenaba que se dieran a quien lo interrumpiera, o por amenaza a pena de deshonra.
Demandante y demandado exponían, por turno, hechos y razones, oral y directamente al juez.
Si el demandado no podía acudir, había que comunicarle por escrito la demanda, y contestada, se procedía a la prueba, bien documental, bien testifical.
Si el juez tenía dudas en alguna de las cuestiones de derecho, podía consultar a los faquíes de su consejo. Estos informes, al principio expuestos de forma oral, finalmente fueron registrados por escrito en el archivo judicial, junto con las sentencias, como documentos de consulta para estudiar la jurisprudencia. Dependía del juez, y esta era una tarea sagrada, proteger dicho archivo y traspasarlo a su sucesor en el cargo.
Cuando el juez, penetrado bien del asunto, se decidía a resolver, formalizaba la sentencia con las firmas de los testigos y se procedía a la ejecución (de dicha sentencia)[8]
Existía todo un procedimiento casi policial –y preguntando siempre a vecinos, a autoridades, o a personas de moral intachable- en la selección de los testigos, para que fuesen considerados “testigos probados” (adules). Investigación sin la cual la testificación carecía de ningún valor. Sabiendo que aunque Córdoba pudo tener más de medio millón de habitantes (algunos estudiosos refieren más de un millón), su organización en barrios y la forma de vivir de aquella época hacía que nadie fuera “desconocido”, y se pudieran obtener pruebas precisas sobre la honradez o no, la vida crápula u honesta de cada uno de sus habitantes. Una vida un poco diferente de la nuestra alienada con los mass media y en que no sabríamos precisar la cara del vecino que vive al lado nuestro. Este proceso está detalladamente descrito en la obra de David Peláez Portales, en el capítulo “La habilitación de testigos”, donde dice, que según los juristas de la época, el testigo debía ser musulmán, púber, libre (presumiéndose, en caso de duda, su libertad), sano de mente y de vida irreprensible (‘adl). Tocante a este último punto, quedaban excluidas las personas de comportamiento inmoral (fasiq) y las que faltaban al decoro (muru‘a). Las conductas que podía acoger este último concepto eran múltiples, y daban lugar frecuentemente a prolijas enumeraciones en las exposiciones de fiqh[9] . Suponía una falta al decoro, por ejemplo, el prestarse fácilmente a las chanzas o a las procacidades; ser dado al nard (tablas reales) u otros juegos de azar; participar en competiciones de vuelo de pichones; ser asiduo al juego del ajedrez, siempre que esto llevase consigo el descuido de los deberes religiosos y civiles; ingerir bebidas alcohólicas o comerciar con ellas; asistir a reuniones donde se escuchara a cantoras, salvo ocasiones especiales –como las bodas- con tal de que se observara el decoro y no se bebiera vino; comer en la calle a la vista de la gente; andar descalzo; desempeñar ciertos menesteres, tales como el curtido de pieles y la tejeduría, la prostitución, el proxenetismo o la magia, etc.[10]
Evidentemente, aquí se expone un cuadro de costumbres que nos es muy ajeno a lo que nosotros podemos considerar o no probo; pero seguro que el cuestionario que hacían a los lugareños era muy efectivo a la hora de determinar la calidad de adul de un testigo.
En la obra Historia de los Jueces de Córdoba de Aljoxaní hay fragmentos en donde se expone que el emir o califa se cuidaban mucho de probar la calidad moral del juez, más importante aún que la del testigo. Por lo demás el juez juzgaba preguntando directamente a los litigantes o a los testigos y rechazaba abogados y procuradores. Sólo cuando el litigante era mujer, y para que el juez no cediera a la belleza de la misma o inclinara el fiel de la balanza, compadecido, era obligatorio que un abogado la representase. También cuando el personaje desempeñaba responsabilidades importantes, y sólo con la licencia explícita del juez, podía ser representado legalmente. Los “abogados profesionales” eran socialmente mal considerados y las artimañas silogísticas para embaucar o la pertinacia en el litigio podía ser rechazada y evitada por un simple gesto del juez. No porque el litigante o el abogado hablasen mejor debían inclinar hacia sí la justicia, y como dice David Peláez Portales “la elocuencia judicial constituía un arte literario desconocido en el Islam. De aquí que el talento de estos abogados residiera más en la habilidad con que exponían el detalle o las pretensiones de su representado, o sabían enervar los ataques o excepciones del adversario, que en la pronunciación de brillantes discursos ante el cadí”
Los abogados eran particulares que conocían el derecho sustantivo y la práctica forense, y por iniciativa, ofrecían sus servicios a los litigantes, pero es importante destacar que no tenían ningún tipo de nombramiento oficial y no pertenecían a ninguna organización corporativa; como dice David Peláez:
Conviene partir de la idea de que la figura de abogado y procurador carecía, dentro del mundo islámico medieval, de entidad institucional propia como personal colaborador en la administración de la justicia.[11]
Sin justicia no hay ley que se sustente y la moral del pueblo está muy hermanada con el ejemplo de sus gobernantes y la justicia de sus Instituciones, de ahí la importancia de la pureza de ánimo y juicio de los que sirviendo a la justicia sirven en definitiva a la concordia de las gentes. Córdoba no podría haberse convertido en capital del orbe, durante casi doscientos años, si no fuera por la integridad y honestidad de sus jueces, con cuyas resoluciones el pueblo se sentía amparado de los poderosos egoístas, siempre al acecho de los débiles. Por desgracia, vivimos tiempos en que la justicia se cuela, y se pierde, por tanto, muchas veces entre el tejido cada vez más complejo de las leyes, y se yerguen por tanto, ante nuestra mirada, como columnas votivas, el ejemplo de estos jueces, que demostraron en su mayor parte no sólo no ser corruptos sino también incorruptibles, y de los que Aljoxaní afirma, en su Historia de los Jueces de Córdoba, la solidez de entendimiento, “el vasto saber que poseían, su tolerancia, su agudeza de ingenio, la superior sagacidad en penetrar el fondo de las cosas, su correcta firmeza en la resolución (que no reñía con su inclinación benévola a favorecer a todo el mundo), su recta administración de justicia y la probidad de su conducta…”[12]
José Carlos Fernández
[1] Usamos las denominaciones, aunque arcaicas, tal como aparecen en el libro mencionado.
[2] Op.cit. Pag 64 y 65.
[3] Estamos siguiendo, casi literalmente a Julian Ribera
[4] Op. cit. 58 y ss.
[5] Inicialmente, siendo los jueces de Córdoba de origen siríaco, seguían en sus decisiones el criterio jurídico de la escuela de El Auzai, jurisconsulto de Siria (según explica Julián Ribera)
[6] Op.cit. Pag 32 del prólogo.
[7] Es indiferente el modo cómo se siente: si con las piernas plegadas o replegadas, o recostado y apoyado, o de cualquier otra manera que le venga bien (IBN HISAM-CARMONA, Mufid, I, 248, tomada de una cita de las discusiones jurídicas (Ahkam) del alfaquí de Lorca Ibn Battal –m. 977 d. C.). Citado por David Peláez Portales en La Administración de Justicia en la España Musulmana, pag 26.
[8] Op. cit. Prólog, pag 33
[9] Ciencia del derecho, desarrollo normativo de las fuentes jurídicas musulmanas.
[10] David Peláez Portales, pag. 79 y 80
[11] David Peláez, pag 55.
[12] Aljoxaní, pag 5.
[1] En realidad, el título original de esta obra es Havy ibn Yaqdhan, Epístola de El Hijo del Vigilante sobre los secretos de la sabiduría oriental. Se suele utilizar, sin embargo, El filósofo autodidacto, siguiendo el título que le dio su primer traductor E. Pococke. En ella se inspiró Daniel Defoe al escribir su Róbinson Crusoe.
[2] El Filósofo Autodidacto de Ibn Tufayl, pag 109, traducción de Ángel González Palencia, Editorial Trotta 1995
[3] Sigo en estas notas la erudita obra de David Peláez Portales, La Administración de Justicia en la España Musulmana, Ediciones El Almendro Córdoba 1999, pags 107 y ss.
[4] Jorge Angel Livraga, Ankor el Discípulo, pag 112, Ediciones Nueva Acrópolis, 3ª Edición 1994.
[5] Según describe un alfaquí andalusí de la época, que vivía en Cairuán, Ibn Zayd al-Qayrawani, citado en la obra antedicha de David Peláez Portales.
[6] Usamos la edición de Renacimiento, en el año 2005 y en su colección Clásicos Cordobeses. Incluye en la segunda mitad de la obra el texto árabe. Se trata de una edición facsímil de otra del año 1914, traducción de Julian Ribera, miembro de la Real Academia Española. Por lo que la transcripción de los nombres árabes queda un poco desactualizada.