Historia

El Gran Capitán y la idea imperial y humanista de Carlos V

"Final de la batalla de Ceriñola", Federico de Madrazo
«Final de la batalla de Ceriñola», Federico de Madrazo

 

Fue muy agudo [Carlos V] y de muy claro juicio, lo cuál se veía en él por el conocimiento que tenía de todas las cosas y en las buenas razones que daba de todas ellas (…) fue amigo de buenos y virtuosos y enemigo de malos y mentirosos[1]

 Y volviendo, señor y muy poderoso emperador, al propósito comenzado de este Gran Capitán, digo que de él las gentes dirán lo que el rey Massinisa decía por el africano Escipión: que no sólo contar sus hechos, más aún decir sus dichos no se hartaba ni hartarán todos de oír su vida, que si fuera tan bien escrita como se le debía, pareciera no solamente deleitable mas solemne y muy útil y provechosa para que a la cabecera de todos los vuestros reinos la tuviesen por materia a sus descendientes, como hacía Alejandro al libro de Homero[2]

 

Este título debe parecer contradictorio desde diversas perspectivas, pues qué difícil nos es hoy conciliar una “idea imperial” con el “humanismo”, y además qué tiene esto que ver con el Gran Capitán, el gran caudillo militar al servicio de los Reyes Católicos.

La Revolución Francesa desmembró ideales y valores que habían regido durante casi mil quinientos años antes, con sus loas, apasionadas, y tantas veces sangrientas a la “libertad, la igualdad y la fraternidad”. Y sin embargo, el gran heredero de esta Revolución, la “joya en el loto” de estas nuevas Ideas e impulso civilizatorio fue Napoleón, en quien encarnaban tanto la visión de Julio César, con su clemencia y a la vez espíritu de conquista, la idea de una monarquía universal – tal y como la quería Dante y haciendo renacer el sueño de Carlomagno- y al mismo tiempo los valores humanistas de esta misma revolución, inspirados en lo mejor de la República y el Imperio Romanos y en la herencia cultural griega.

En la ingente obra de este estratega del siglo XIX están los fundamentos de una Europa unida, pues sus monarquías, después de la muerte del Gigante, elevaron sus reinos sobre la trama institucional que éste había creado. Ahí estaban los cimientos para unir Europa en un proyecto común de concordia y de protectorado del mundo entero, en un siglo en que la fuerza moral y pujanza de varios de los países de Europa hacían posible este sueño que hoy queremos reeditar, quizás sin tanto futuro, pues perdimos ejemplo y fuerza moral en los fríos dedos de nuestros miedos y de nuestra sociedad de consumo.

Y sin embargo, este sueño y esta idea de imperio, uniendo en sus diferencias las naciones de Europa, y despertando por primera vez, desde el intento fallido de Carlomagno, las águilas de Roma, son los de Carlos V.

¿Y el Gran Capitán? Es que este caudillo militar, heroico en las batallas y en todo tipo de adversidad, y a la vez paradigma hispano de “hombre del renacimiento”, con su cortesía y delicadeza en el trato, con su bondad y generosidad, y su universalismo cosmopolita, antirracial y contra todo tipo de sectarismos religiosos, se convirtió en un modelo de referencia para el joven emperador.

Analicemos la escena histórica:

El emperador Carlos V, feliz tras su desposorio con Isabel de Portugal en Sevilla el día 11 de marzo de 1526 se retira a Granada para disfrutar con su esposa y amada meses de felicidad. En esta ciudad coronada por la Alhambra, y donde el emperador ordenaría construir –al genial Pedro Machuca- un palacio renacentista (que nunca pudo ocupar, ni siquiera ver terminado, dados sus incesantes problemas financieros). Según dicen todos los cronistas se siente embriagado de amor –caso singular en matrimonios concertados, como eran los de los reyes en esta época, por razones políticas- y feliz. Además la dote de la infanta de Portugal le permitirá hacer frente a las altas y nobles empresas que diesen lustre a su lema de caballero y rey: PLUS ULTRA (más allá), lema asumido al entrar en las tierras de España, sintiendo quizás esa corriente telúrica de conquistar lo imposible que anima el corazón de todo verdadero español, Quijotes y Sanchos que somos a un tiempo.[3]

Retrato del Emperador Carlos V
Retrato del Emperador Carlos V

 Cuando llegó a España Carlos V ya había oído hablar de las hazañas del Gran Capitán, nimbadas de una aureola heroica, casi mítica ya; pero en Granada tantas menciones a este caudillo hicieron que finalmente quisiera oír, de boca de quien hubiera combatido junto a él –y despojadas, por tanto, de los velos del mito que crecía más y más[4]– sus gestas, sus dichos, sus enseñanzas estratégicas. Especialmente en relación con la conquista de Granada y el problema morisco, cuya rebelión ahora él tenía que enfrentar. Los hombres de Carlos V hallaron finalmente a Hernán Pérez del Pulgar, viejo hidalgo que dejó su cortijo para acudir a la corte en Granada. Allí redactaría, para el emperador, Breve parte de las hazañas del excelente nombrado Gran Capitán, publicado en 1527 por un editor alemán, Jacobo Cromberg, que vivía en Sevilla.

Por otra parte, y en relación quizás con la admiración creciente que sentía el emperador por este personaje ya histórico, Isabel de Portugal fue acogida –mientras progresaban las obras de Machuca del palacio en la Alhambra- por la viuda del Gran Capitán, María Manrique, con quien conversó larga y tendidamente, trabando una gran amistad, y a quien ayudó en sus desvelos por construir un monumento funerario a la memoria de su insigne marido, siguiendo para ello el modelo de la Capilla Real.

Según Ruiz-Domenech, las narraciones de Hernán Pérez del Pulgar hicieron que el emperador se despojase de la idea imperial que había concebido en su juventud y en la que había sido educado por su séquito intelectual de erasmistas, y que Gattinara había dirigido firmemente en la política; para adoptar otra, más acorde, por cierto al Imperio Romano. Porque “el ideal del caballero renacentista que Gonzalo [el Gran Capitán] representaba a la perfección era el único modelo posible para la Monarquía Universal del César”.  Esto significaba, como hacían los romanos, respetar la idiosincrasia de cada país, conquistar –si era necesario, sólo- y civilizar, respetando al vencido, y no humillándolo, sino permitiendo que se adhiriese –esto también lo hicieron los conquistadores incas- a la Causa Común. En realidad una conquista más del alma que una presión militar de ocupación, llena de arbitrariedades, injusticias y crueldad, como las que presenciamos en esta década por la mayor potencia mundial, Estados Unidos. Por lo demás, Carlos V no quería interferir en los asuntos internos de cada país ni, aun venciendo militarmente, apropiarse de tierras, jugándose la posesión de los estados de Europa según las guerras e independiente de las costumbres, lenguas, legalidad internacional, etc. O sea, no quería dejarse llevar por la razón de la fuerza, en vez de por la fuerza de la razón. Después de Carlos V, y durante varios siglos ésta sería la política imperante en Europa (así, por ejemplo, España perdió Gibraltar en el Tratado de Utrech)

Como el Gran Capitán, él era un caballero, un soldado incluso, como demostró en sus andanzas continuas, dando un valor sagrado a la palabra empeñada y no corrompiendo con injusticias la Razón de Estado. El rey, según él, lo es por la gracia de Dios, y el pueblo lo reconoce tan naturalmente por su virtud, su generosidad, su autoridad y potestad, como naturalmente se curvan las hojas de hierba cuando pasa el viento (esta metáfora es muy usada en la filosofía china, especialmente en Confucio). El poder lo ejerce, no para su beneficio, sino gracias a su sacrificio, empeñando su vida entera en cumplir el Deber. No es del pueblo de donde surge la atribución del poder –esto pensaban Carlos V y todos los Reyes Iniciados del mundo antiguo- pero sí donde este resuena, según el famoso aforismo vox populi, vox dei. Como dirían los sabios chinos, si el rey no se comporta con justicia pierde el favor del Cielo, el pueblo se sumerge en la injusticia y en la impiedad, y de ese caos reinante puede surgir un nuevo impulso, un nuevo estigmatizado por la voluntad divina que inicie un nuevo linaje real, como en la historia de Inglaterra sucede con Enrique IV y que tan magistralmente llevó a escena Shakespeare.

Además, el ideal de Carlos V no era modificar el status quo de la Europa de su tiempo, sino sumar voluntades y alzarse en líder natural para combatir la amenaza turca, que fácilmente podría haber arrasado Europa entera. Pero por resentimientos y celos de Francisco I, y por el temor del Papa Clemente VII al poder creciente de Carlos V, este último se tuvo que desgastar en luchas intestinas entre los estados europeos. Y luchar contra una coalición en que el Papa se aliaba con el mismísimo enemigo de la cristiandad, el turco Solimán.

La tesis de este artículo es que –como defiende José Ruiz Domenech, el gran especialista en el Gran Capitán- después del alzamiento de los comuneros y los problemas moriscos en Valencia, Carlos V asumió una idea imperial humanista, a la romana, y halló en España la tierra severa en que podía este Imperio enraizarse. El Gran Capitán sería, como también lo era Julio César[5], el espejo donde mirarse, alguien a su medida con quien comparar sus gestas y desvelos: El esfuerzo humanístico para recuperar el mundo romano clásico (y sus héroes), que es el artificio lógico de mayor eficacia en la cultura europea para desarrollar una Monarquía Universal en contra de los ideales luteranos, encuentra su máxima expresión en la ejemplar historia de Gonzalo. Según Pérez del Pulgar, Carlos V debería fijarse en ella para afrontar el reto que tenía ante sí, y más que nada buscar la manera de desarrollar los cuatro rasgos que convirtieron a Gonzalo en el Gran Capitán: la virtud, la generosidad, la sabiduría y la autoridad[6].

 Quizás, como recuerda este mismo autor, también hallase Carlos V en el Gran Capitán la justificación para entrar en Roma y justificar el poder imperial por encima del religioso, el sueño de los gibelinos en época de Dante y la base de su Monarquía Universal. Recordemos que en el último Canto del Purgatorio de la Divina Comedia, Beatriz profetiza la aparición del Mesías de Dios (cincuecento diece cinque, el famoso 515), que reestablecerá el reinado de la Justicia, venciendo a la Gran Bestia:

Que ciertamente veo, y lo relato/ las estrellas cercanas a ese tiempo,/ de impedimento y trabas ya seguro,// en que un diez, en que un cinco, en que un quinientos/ enviado de Dios, a la ramera/ matará y al gigante con quien peca[7].

El 515 es el DUX (500, 5, 10, en números romanos), el emperador que vence a la ramera, es decir, al poder religioso corrompido por sus intrigas políticas y ambiciones materiales, que harían nacer, por cierto la religión luterana, como lógica y justa reacción.

El Ideal Caballeresco no está por debajo del religioso ni sirve menos a Dios, pues establecer la justicia en la Tierra y proteger militarmente el Cristianismo – pensaba Carlos V- no es menos que consumir la vida en oraciones. Disociados de facto ambos poderes con la caída de la Orden del Temple, aún los caballeros que sienten a Dios en el pecho son hijos suyos, hijos de su Voluntad. Esta tendencia, en un contraste de carnal dureza con el tiempo en que Cervantes lo escribió, aparece como privilegio del Quijote, el privilegio de todo Caballero de Dios (un concepto muy cercano al fata y a las reglas de la Futuwah islámica): Dios mirará por su pueblo y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros a lo menos no le sea inferior en ánimo; y Dios me entiende y no digo más. (Don Quijote de la Mancha, Capítulo I de la Segunda Parte).

Y la descripción que hace Don Quijote de un Caballero, de los de oro, es muy semejante al modus vivendi adoptado tanto por el Gran Capitán como por Carlos V:

Mira amiga, respondió Don Quijote, no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes; de todos ha de haber en el mundo; y aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de la noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies; y no sólo conocemos los enemigos pintados, sino en su mismo ser, y en todo trance, y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en niñerías ni en las leyes de los desafíos (…) antes con gentil continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir; y si fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante (…) primer especie de caballeros andantes, que, según leemos en sus historias, tal ha habido entre ellos que ha sido la salud, no sólo de un reino, sino de muchos (Idem, Capítulo V). 

Pienso sinceramente que el emperador Carlos V se hallaba poseído de este mismo divino impulso, y si él regía los destinos del Mundo era como delegado de Dios, como hijo del Destino. Los cronistas son conscientes de este carácter mesiánico del poder, ligada a la virtus caballeresca, tan propio del alma española y portuguesa. Personajes como el Gran Capitán o Carlos V son los talismanes de la Historia, los pilares que hacen que el edificio de la Historia se eleve majestuoso sobre el horizonte y que evitan que la civilitas caiga en las ruinas de la amoralidad y en la pérdida del sentido de la vida. Sus gestas y hazañas se perpetúan por siglos de boca en boca, tornándose en símbolos de lo que todos, en lo más profundo del alma anhelan pero no consiguen (no conseguimos) convertirse. 

La expedición de Carlos V a Roma, después de ésta ser saqueada por sus tropas sin mando y desbocadas, es para él como la realización de un sueño, el reencuentro con Julio César, el retorno a la que fue capital del Imperio. Hay una escena histórica poco comentada –que es narrada en la biografía de Carlos V de Manuel Fernández Alvarez- pero que revela mucho sobre el carácter de nuestro emperador y Rey de las Españas.

Hallándose en Roma el día de la Resurrección de 1536, oyó la misa oficiada por el papa Paulo III, “en la cual se halló el Emperador vestido a la usanza antigua de los Césares”. Sin dejar perder aquella oportunidad de su estancia en la ciudad Eterna para visitar las ruinas de la antigua Roma. Era entonces, no el emperador, sino el admirador y entusiasta lector de César, cuyos Comentarios a las guerras de las Galias sabemos que fue uno de los escasos libros que le acompañaron hasta el último retiro de Yuste[8].

Esa actitud nos puede parecer hoy extravagante, pero en aquel tiempo no lo era menos, y si el emperador apareció vestido con toga romana es por la admiración que tenía a esta edad áurea y por que, él, en el fondo de su alma, se sentía heredero de los Césares romanos.

Además, ir a Roma, en campaña militar, con 29 años, la misma edad de Anibal cuando atravesó los Alpes para irrumpir en Italia era una gesta caballeresca que ni quería ni podía eludir, a pesar de los consejeros de Castilla que no veían con buenos ojos los gastos económicos crecientes del emperador y sus excesivas preocupaciones fuera de España. Como nos recuerda Manuel Fernández, ese viaje le había de reportar honor y gloria. Carlos V escribe en sus cartas: J`ai ceste chose autant au coeur…Je diz: ce voyage.

Esta empresa se graba indeleble en su alma, hasta el punto de parecer casi una obsesión. Y cuando le pide apoyo a los príncipes alemanes, como lo hace al Elector del Palatinado el 3 de febrero de 1528, termina firmando Carolus. Y es que, ya se siente un emperador romano que vuelve desde las brumas del tiempo a reclamar lo que le es propio.

Y así fue, cuando llega a Roma, y después de negociada la libertad del Papa, éste último le impone las dos coronas imperiales. Diez años antes, en octubre del 1520 había recibido la de Aquisgrán. Y ahora la definitiva realización de su sueño. El 22 de febrero de 1530 recibe de manos del papa la corona de hierro lombarda. Y el 24 de febrero de este mismo año, y con una fiesta mucho más solemne la definitiva corona imperial, que le convertía en Emperador con la plenitud de sus derechos, incluyendo el importantísimo de promover en vida la designación de su sucesor, con el título de rey de Romanos[9]. 

La fecha no había sido elegida al azar, Carlos V llevaba casi cuatro meses en Bolonia, pero quería que esta última coronación fuera realizada el mismo día de su cumpleaños.

Cuatro meses antes había vencido a Francesco Sforza y le había tratado con la clemencia de un César, tal y como nos narra el cronista Pedro Mexía:

El Emperador imitando a Julio César, de cuyo nombre se preciaba, tenía determinado vencer perdonando; entonces lo oyó y trató con mansedumbre y le dio buena esperanza[10].

Reponiéndole en su ducado de Milán, con la única garantía de mantener bajo su control con soldados españoles los castillos de la capital milanesa y de Como[11]

Esta Idea Imperial, aunque se enraíza firmemente en el alma de Carlos V desde su juventud, variando en su concepción según se iba afirmando su carácter, le debe mucho, sin duda al ejemplo heroico de nuestro Gran Capitán, con el que el joven emperador sintió más vivos aún los vientos de la Aventura y del Ideal Caballeresco, y la oportunidad de rehacer el sueño de Roma. Y no sólo la Roma de la Cristiandad, que hiciera frente al poder turco, sino también la Roma de los Césares, la Roma de la Concordia, de la Clemencia, de la Virtus, la Pietas, la Autoritas y la Potestas. Podemos decir de las almas insignes que no hay para ellas tiempo perdido -recordemos a Séneca en su Brevedad de la Vida- nadie puede decir de ellos que su vida es breve, pues su obra y sus vivencias son abisales. La estancia en Granada fue, pues, definitiva. Además, estos cinco meses en el exreino nazarí marcan quizás el trecho más feliz de su vida, y como la serpiente que deja su piel, nunca más volvería a esta maravilla de sus recuerdos. El 10 de diciembre de 1526 deja Granada, junto con la emperatriz, en dirección a la vetusta tierra castellana. Isabel de Portugal portaba en su seno al rey que marca el cenit e inicio del derrumbe de un Imperio, “donde no se ponía el sol”, en su vientre crecía el futuro Felipe II. 

 

José Carlos Fernández

Lisboa, 2009


 

[1] Semblanza realizada por Alonso de Santa Cruz, poco después de la muerte del Emperador. En Crónica del Emperador Carlos V, ed. de la Real Academia de la Historia, Madrid, 1920, II, pags 40. Citado en Carlos V, el César y el Hombre, de Manuel Fernández Álvarez, Editorial Espasa, 18ª Edición 2006, pag 173.

[2] Hernán Pérez del Pulgar, Breve parte de las hazañas del excelente nombrado Gran Capitán, citado en El Gran Capitán. Retrato de una época, de José Enrique Ruiz-Domenech, pag 549.

[3] En el magnífico –una obra ciclópea en cuanto a fuentes, reconstrucción e interpretación histórica- trabajo de Carlos V, el César y el Hombre, de Manuel Fernández Alvarez se detalla lo concerniente a las bodas imperiales (así se titula el capítulo del libro). La dote que aportó el rey Juan III de Portugal fue de “900.000 doblas de oro castellanas de 365 maravedís la dobla”, una cantidad que según este mismo autor, y sabiendo la dificultad de establecer este tipo de comparaciones, fue superior a 30 millones de euros. Y es que en aquel momento, Portugal era el reino más rico de la Cristiandad, y como diría el cronista portugués Damião de Goes, “nunca mujer que no fuese heredera trajo tanto en casamiento a su marido”

[4]Como muy bien ha sido analizado por José Enrique Ruiz-Domenech en la obra citada.

 

[5] Recordemos que el emperador Carlos V siempre estuvo acompañado de los Comentarios a la Guerra de las Galias de Julio César, como Napoleón y Alejandro Magno lo estuvieron de la Ilíada.

[6] Ruiz-Domenech, pag. 550

[7] Divina Comedia, Canto 33 del Purgatorio, versos 40-46, traducción de Luis Martínez de Merlo, ediciones Cátedra, Madrid.

[8] Carlos V, el César y el Hombre de Manuel Fernández Alvarez, pag 180. La línea que aparece entre comillas es de Sandoval, Crónica del Emperador Carlos V,  III, pag 11 Biblioteca de Autores Españoles, Madrid 1956.

[9] Idem, pag 417

[10] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, pag. 520, citado en Carlos V, el César y el Hombre, de Manuel Fernández Alvarez, op. cit. pag 417

[11] Ibidem  pag 417

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