Literatura

Tres poemas más de Lucia Helena Galvão

Tal y como prometí, voy a seguir traduciendo, poco a poco, poemas de la vate brasileña Lúcia Helena Galvao, profundas verdades filosóficas expresados en el lenguaje musical de la Lira de Orfeo.

Este primero, sin título, aparece en la portada de su blog, y es además de enseñanza,  canto y oración:

De toda la energía, dar
hasta el último aliento.
Marchar, cada día
hasta los pies del crepúsculo.
Entregar, de cada flor
hasta el último pétalo.
Ya que no tiene sentido
querer, y llamar nuestra,
si quiera una gota
del néctar que alimenta la Gran Vida.
 
De todo dolor, entregar
hasta la última lágrima.
Con todo lo que soy, dar
como si fuese una deuda.
Con todo el amor, fabricar
con este el más puro bálsamo,
que haga más liviano el camino
a pesar de todas las heridas.
 
De toda luz, voy a portar
la más pequeña de tus lámparas.
De tu mano, voy a tomar
nada más que un único átomo
que sacie mi sed
y que me convierta en fuente
que fecunde ese valle
y de un nuevo aliento
a los que ascienden rumbo al horizonte.
 
Sin querer ya más retener, por ilusión,
nada más.
Tan sólo caminar y llegar a sentirme, así,
parte de esta senda.
 
Alzar vuelo desde la más alta montaña
y osar ver, al fin, la unidad que hay en todo
con aquello que vive en mí.
 
Agotar de una vez la lógica y el sentido
de un mundo ciego,
que osa dividir lo infinito
entre lo que creo
y lo que niego.
 
Agotar así todo recurso,
toda razón,
que bloquee el Gran Rio, en su curso,
que separa de la tuya mi mano.
 
Dejad, Señor, que pruebe yo tu cáliz
en su justa medida.
No permitáis, Señor, que me embriague,
con tan fuerte vino,
que ya no entienda la Vida,
que ya no vea el Camino.
 
Sabéis que, en mi pecho, hay una cifra,
un mensaje.
Tiene que haber aliento para entregarlo al mundo
antes de que llegue al término de este viaje.
 
Señor, hacer con que mi nombre sea Entrega,
soñad conmigo sin reservas, sin límites,
ya que tú sabes y, un día, yo sabré,
que, sin dudas, seré
aquello en que tú creas.

Ver poema original aquí.

Y este que canta cómo el alma puede despertar a la verdadera juventud, cómo la llama del Maestro hace que este despierte al verdadero sentido de la vida, el reencuentro consigo mismo, con su verdadera naturaleza. Este es el secreto del amor y la sabiduría, el don de la Filosofía, que como la Diosa Atenea, no sólo despierta las almas sino que con su yelmo, lanza y égida, vela siempre por ellas. 

Había un joven a quien vi, un día
cuya furia de vivir y de dar vida
soplaba casi como un huracán.
Corazón joven, con fuerza incontenida,
corría el riesgo que su munición,
mal dominada y poco conocida,
sujeta a cualquier súbita explosión,
le causase a él y a los demás dolor y heridas.
 
Pedí acceso a ese corazón
¡y fui tan gentilmente recibida!
Pude mostrarle, paulatinamente,
o recordarle, ya que lo presentía,
cuál era la única y justa dirección
sobre la cual vale usar su artillería.
 
Presencié lágrimas en un rostro joven
al recordarle cosas tan antiguas.
Erguí de nuevo, con él, las mismas vigas
del templo que ya habitamos algún día.
 
Hoy, la alegría que me trae ese recuerdo
se ve teñida de tristeza y miedo,
ya que, en el ansia de decirle todo,
dejé detrás la mitad del secreto.
 
Me siento honrada de que me haya abierto
las puertas de un recinto tan sagrado,
pero sólo se deja la sala de un tesoro
con la seguridad de dejarlo bien cerrado.
 
Ladrones que profanan templos,
siempre los hubo y los habrá.
Penetran, con voces ruidosas…
Mezclan, con las joyas preciosas,
botellas, palabras vacías.
cambian el brillo de lo eterno
por la embriaguez de un día.
Profanan, con ácidas burlas,
nuestras oraciones más queridas.
Confunden el estiercol y el oro,
viven deshonrando tesoros,
y a eso le llaman “vida”.
 
Si te puedo pedirte aún algo,
ahora, joven mío, te pido:
déjame entrar nuevamente,
dame, una vez más, acceso.
 
Traigo conmigo una espada
y voy a enseñarte cómo usarla.
Verás que, frente a ella, se calla
la torpe y profana mentira.
Retoma, otra vez, tu ira,
empúñala y entra conmigo.
Deprisa, para expulsar bravamente
al cobarde y vil enemigo.
Es tuya mi mano; toma, apriétala,
cierra deprisa esa puerta.
Purificado quede tu pecho
de toda impura invasión.
Y recuerda que la mano que ahora aprietas
luchará siempre contigo
cada vez que el enemigo
venga a rondar tu portón.

Ver poema original aquí.

Y este otro, tan bello, dedicado a su maestro, Luis Carlos, llamando a los “vientos del discípulado”, que embalsaman, limpian, purifican y nos traen mensajes de una bondad y justicia eternas, desconocida en este mundo opaco. 

Eres como el viento, aunque a ti él no te guste,
pues disputa, contigo, él mismo oficio…
Das nuevo aliento y renuevas nuestro ánimo
y nuestra ánima, aireándola de los vicios.
 
Eres como el viento, cuyo soplo e intensidad
varía según la estación y el momento:
sopla con fuerza y disipa las tempestades,
sopla suave y despierta los sentimientos.
 
La antigua flámula, al pasar, se agita,
y expone su símbolo a los ojos que la buscan, atentos,
y trae a la superficie sus recuerdos más bonitos
que tú despiertas, con tu impulso… eres como el viento.
 
Como Hanumán, hijo del viento, fuerte y puro,
protagonista del antiguo Ramayana,
por airear tanto así, el alma humana,
te brindará el señor Vayu, en el futuro…
 
Soplo imperioso, padre de todos mis sueños,
que insuflas aire al más sagrado de los momentos,
haces vibrar, rosa de los vientos, mi alma,
y emitir sones a mi corazón, al son de los vientos…

Ver poema original aquí. 

José Carlos Fernández 

Lisboa, 22 de Octubre del 2012

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